LaS claseS bajaS

por | NÚMERO CUATRO

Julio Pastor, Explosión vaquera,
técnica mixta (acuarela y collage)
sobre papel algodón, 2022.

El presente artículo es la tercera parte de la reflexión iniciada en el segundo número de esta revista sobre las implicaciones de considerar a la teoría del valor como postulado normativo. En esta ocasión, abordo algunas consecuencias de la trasferencia de valor en la enorme —mundial— red de división social del trabajo y los intereses enfrentados que implica entre «los de abajo».

Introducción: la universalidad de la transferencia de plusvalía en la tiendita

Que el capitalismo es el responsable de gran parte de la actual tragedia humana, desde la cotidiana explotación laboral hasta las guerras; desde el hambre hasta el narcotráfico, es indiscutible. Pero hay un abismo de distancia entre eso y la peregrina idea de que hay capitalistas malos y proletarios buenos. Fácil sería decir que el mundo no es blanco y negro, pero más bien sólo no es blanco: el capitalismo no establece una lucha de intereses sólo entre arriba y abajo, sino también entre los mismos de arriba —todos malos— y entre los mismos de abajo, y esto último es lo que nos concierne.

En términos de teoría del valor marxista (no hay otra en realidad), cada vez que usted, amable lector, logra adquirir un producto en el mercado por un precio, ocurre también una transacción de valor=tiempo de trabajo que puede ser equivalente, pero que habitualmente es desigual, lo que constituye una de las formas en que se da la «transferencia de plusvalías». Ejemplo sencillo: supóngase un producto de precio X que se realizó trabajando durante Y horas, y un comprador que hubo de trabajar Z horas para obtener el monto X. El proceso de compraventa se da mediante X, pero rara vez ocurre Y=Z; lo habitual es que Z<Y, en cuyo caso el comprador recibirá plusvalía, o Z>Y, en cuyo caso el productor es beneficiado.

La transferencia de plusvalías depende de una multitud enorme de factores: la tasa de ganancia, la tasa de explotación, la composición orgánica del capital y —aquí está el punto— la diferencia en productividad (entendida como la falta de proporción entre precios y trabajo) en el mismo o en diferentes sectores de la producción. La literatura marxista que aborda el tema explora las consecuencias teóricas de distintas tendencias en los factores, discute las mismas tendencias, dibuja el desarrollo histórico de la transferencia de plusvalías entre sectores y da cuenta histórica y especula sobre el poder de negociación de salarios generado por la plusvalía extraordinaria que resulta de incrementos en la productividad.

Poco o nada (yo no conozco ninguna referencia que lo haya dicho tal cual) se menciona que la transferencia de plusvalías derivada de diferentes productividades trasciende la propiedad privada de los medios de producción (o al menos requiere una reformulación que vea como privada también a una empresa cooperativa, como en realidad debería verse), así como el mercado mismo trasciende al capitalismo. La transferencia mencionada en el ejemplo de XYZ funciona lo mismo si el comprador y el productor son obreros explotados en una empresa privada, que si son trabajadores en un empresa pública o en una cooperativa, o si trabajan por cuenta propia. Olvide por favor, lector, por un momento siquiera, las discusiones acerca de si un trabajador por cuenta propia es o no proletario porque sólo tiene para vender su fuerza de trabajo; olvide por un momento las discusiones acerca de si considerar la servilización de la economía cambia o no el concepto mismo de proletariado. Céntrese (y discuta y rebata) lo que se está intentando enfatizar aquí: en términos de economía política, el problema es que la transferencia de plusvalías involucra conflicto de intereses entre «los de abajo», y estos conflictos pervivirán en cualquier escenario futuro (la única excepción posible es una hecatombe que nos envíe de regreso al Paleolítico, la cual por motivos ambientales o por la conflictividad actual entre potencias nucleares, no está tan lejos como solíamos pensar).

Julio Pastor, Sin título, técnica mixta (lápiz, acuarela y acrílico) sobre papel algodón, 2018.

¿O sea que no estamos tan unidos?

El conflicto de intereses puede observarse con claridad recurriendo al ejemplo del campesinado expuesto en la entrega anterior: las dos soluciones extremas (la de regular el mercado de tal manera que los precios de los productos agrícolas se asemejen más a su valor real y la de subsanar la actual diferencia entre valor, trabajo y precio mediante subsidios) requieren la participación del Estado, pero también, de forma indispensable, que el resto de los sectores económicos (trabajadores incluidos) dejen de obtener plusvalía de los campesinos. Lo anterior, temo informaros, involucra que todos tendrán que pagar más por sus alimentos, mucho más, sea vía compra directa, sea vía los impuestos que se requieren para subsidiar la producción campesina. Cierto es que la solución de subsidios permite repartir el costo de forma diferenciada en una población también muy diferenciada y que, en esa medida, es más justo, pero también involucra que, habida cuenta de la magnitud de las desigualdades, una reforma fiscal progresiva principalmente deberá afectar a los sectores más altos de la economía, pero con toda probabilidad también a las personas que habitualmente se consideran de clase media y ocupan el decil 9 y la parte baja del 10 de la distribución de ingresos, es decir, que viven en hogares cuyos trabajadores en conjunto tienen un ingreso corriente medio de $33,622 mensuales o más (pesos de 2022). Estos hogares perderán capacidad de consumo. Es parte de lo que esa autodenominada clase media ha de asumir.

Una demanda de la interseccionalidad de la que tanto se habla en el feminismo, y que nos toca a todas y todos, es que cada persona debería ser capaz de reconocer los privilegios de los que goza, a efecto de no ocultar el conjunto de las diferencias sociales al atender una sola de sus dimensiones. La teoría del valor es un eficaz medio para evaluar estos privilegios en virtud de que los diferenciadores sociales habitualmente tienen un correlato ahí. Casi cualquier dicotomía con asimetría de dominación que se piense tendrá en la parte desfavorecida a una posición en promedio inferior en la cadena de transferencia de plusvalías (obviamente, pues en parte se define «desfavorecida» por esa posición). No es de sorprender entonces que, aunque estas dicotomías tienen su propia lógica en el marco de la cultura y, por tanto, también sus propias formas de conflicto, siempre puedan interpretarse como una manifestación en la superestructura que retroalimenta la base material de dominación que establece el sistema capitalista.

El no percibir la posición social de privilegio o desventaja es parte de los mecanismos simples de sostenimiento cultural de la dominación, y por ello habitualmente una de las acciones de la lucha social es evidenciar estos privilegios y señalar su injusticia. La evidencia debe sortear barreras culturales que, en ocasiones, tienen un correlato físico. Hay un pobre contacto entre la población urbana y la rural, así como efectos túnel urbanos muy fuertes entre las clases acomodadas, efectos llamados así en relación al transporte, pues una persona de un estrato económico alto puede viajar enormes distancias para ir a trabajar en lugares donde laboran en posiciones de mando personas de su mismo nivel económico, mientras que va a lugares de consumo y esparcimiento también con gente de esa clase social, sin percatarse de que alrededor viven personas de niveles económicos más bajos. Cierto es que el efecto túnel también acontece entre los sectores más desfavorecidos, pero necesariamente ocurre menos por una sencilla razón: somos las y los meseros, las y los vigilantes, las y los tenderos, las y los lavanderos o, incluso, las y los limosneros que tienen que viajar a los «lugares de las clases altas» para procurar su ingreso.

Pero hay momentos en los que estos efectos túnel deberían romperse, pues se evidencia la trasferencia de plusvalías porque se convierten en algo más: la trasferencia de valores de uso vitales. Me refiero a pequeños momentos que afectan a la humanidad entera, tal como ocurrió durante la pandemia de COVID-19, cuando se hizo evidente que las actividades económicas que se consideraron «esenciales», es decir, aquellas que no podían detenerse, pues son sostén de la vida social misma, eran realizadas por personas que se encontraban en las partes más bajas de la cadena de trasferencia de plusvalía. Me refiero a funciones de las que dependemos vitalmente, tales como la producción alimentaria, el saneamiento, la provisión de agua y de energía, así como el transporte y el comercio relacionados con estos productos vitales. Lo anterior no deja fuera al sector salud, pues si bien éste incluye personal que está por encima de las remuneraciones medias, incluye también al personal de limpieza o de vigilancia que forma parte de esas posiciones desfavorecidas en la cadena.

Julio Pastor, Funcionalismo o Necesidad, técnica mixta (lápiz, acuarela y lápiz de color) sobre papel algodón, 2020.

Esta población ocupada en las actividades «esenciales», esta población que básicamente nos mantuvo funcionando durante esa larga pandemia, pagó no sólo con sobretrabajo, sino con vidas, el hecho de que el resto de la sociedad haya dependido de ella. Así de fuerte: ya no fue valor abstracto deformado en mercancías, sino vidas concretas perdidas que se contaron por millones en el mundo.

Pero se olvida rápido.

La organicidad que ciega, que enfrenta

Y es que los conflictos de intereses ordenan el uso del plural al referirse a laS claseS bajaS, un plural de intereses objetivamente enfrentados. Guillermo Almeyra decía que a pesar de que no hay una lucha declarada contra el capitalismo en muchos movimientos sociales, objetivamente todos (o casi) son anticapitalistas, pues la única manera en la que podrían conseguir sus objetivos se tendría que dar en un escenario en el que el sistema económico se transformara por completo. Es una dulce idea, pero falsa. Los jodidos son los buenos, pero son buenos que se (nos) pisan los pies en este armado del mundo, de modo que las luchas por los intereses de cada cual nos enfrenta.

Resulta sumamente preocupante que hayamos transitado por más de siglo y medio de discusiones sociológicas y económicas alrededor de la división del trabajo, de la organicidad social progresivamente mayor, de las consecuencias que esta organicidad nos impone como individuos y como entes sociales en cualquier escala y que, a pesar de todas esas discusiones, se retome un discurso cooperativista, autonomista, localista que no pretende ver esta interdependencia, o peor, que pretende que ésta es algo malo, algo que atenta contra la escala del ser humano, sin fijarse en que para decir eso se está fijando una concepción normativa del ser humano perfectamente discutible, una concepción que soslaya ese siglo y medio de discusiones que iniciaron justamente en el tránsito repentinamente vertiginoso de un ser humano localista a otro que se define por sus relaciones con una enorme cantidad de personas en todos los rincones del mundo.

Se trata aquí de la discusión decimonónica entre el concepto de organicidad que Tönnies veía en sociedades rurales prototípicas dominadas por las relaciones de reciprocidad y el contacto cara a cara, por un lado, mientras que, en el otro, Durkheim proponía que la organicidad era un carácter asociado a la división social del trabajo y que, entonces, estaba poco presente en las comunidades rurales y se desarrollaba progresivamente más en las sociedades industriales.

El término organicidad es peligroso, pues sólo es plenamente aplicable desde posiciones funcionalistas. Se usa aquí para señalar que somos objetivamente interdependientes en escalas enormes; una interdependencia actualmente conducida por un capitalismo atroz, pero que debe ser abordada en el pensamiento sobre el mundo deseable (al final, si no se quiere caer en un liberalismo extremo, toda propuesta normativa prescribe un «funcionalismo» determinado). Reconducir esta interdependencia en aras de cualquier perspectiva que se quiera del ser humano requiere que empecemos por reconocer que ese nuevo mundo tendrá como tema centralísimo el construir mecanismos para dirimir los intereses enfrentados, mecanismos que no son locales, sino que deben ser capaces de establecer acuerdos y regulaciones en y entre sectores económicos enteros. No sólo no hay autonomía posible, sino que es muy discutible que sea deseable como horizonte utópico.

Julio Pastor, Caminando en círculos, aguafuerte y aguatinta sobre papel algodón, 2023.

Lo que nos lleva al tema que se tratará en otro momento: no tenemos consensos, no hay horizontes comunes y, peor, cada vez que caemos en cuenta es para acusarnos unos a otros de traidores. Ejemplos de desacuerdos profundos sobran, tan sólo hace falta ver la coyuntura sobre Venezuela que tuvo a la izquierda más cercana a la democracia liberal acusando la «dictadura de Maduro», mientras que otras posiciones señalaban las mentiras de la oposición venezolana y el evidente injerencismo estadounidense en la materia… además de acusar a esa primera izquierda de moderada, cuestionando la airada y acrítica defensa de una democracia liberal que, desde Marx, es acusada de trampa de la burguesía.

Y esas discusiones coyunturales en que ambas posiciones invocan «principios irrenunciables» son pecata minuta frente a otras de fondo, sobre el «desarrollo» y su cara en megaproyectos o bien la muy divisora pregunta: ¿qué es un movimiento realmente anticapitalista?

Diferencias tan profundas quizá deberían palidecer frente a la constatación actual de que las derechas avanzan en un cinismo atroz, que televisan genocidios y que, «con la mano en la cintura», proponen construir resorts sobre cadáveres palestinos. Por supuesto, también aquí hay gente que está en desacuerdo, que piensa que en todo momento hay que dirimir las diferencias, que no hay luchas prioritarias, «todas son igualmente importantes», pero ningún interés hay en este artículo en debatir con tan claridosas mentes.

Por el contrario, se propone discutir entre quienes tenemos menos certezas para tratar de entender cómo ampliar estas discusiones y alcanzar acuerdos muy generales con un único principio rector: disminuir la transferencia de plusvalía a lo largo de la cadena, mediante la identificación de los conductores de las mayores distorsiones trabajo-ingreso, y establecerlos como los objetos de acción prioritaria colectiva. En las actuales circunstancias se da la feliz situación de que podemos empujar los resultados en ese elusivo y difícil ente denominado Estado.

En la siguiente entrega abordaré algunas reflexiones sobre el Estado como «cancha» para dirimir intereses entre los sectores desfavorecidos a efecto de emprender la lucha importante: no entre nosotros, sino contra ellos. Se abordará igualmente un elemento para establecer una directriz ética entre los servidores públicos, justamente a partir de que en el Estado es muy complicado definir a la plusvalía.

Julio Pastor, Desenlace de Bruegel, técnica mixta (acuarela, transfer y lápiz de color) sobre papel algodón negro, 2020.