MIGUEL TORRES
Arre esquina, se te están petrificando los jinetes.
Guillermo Briseño
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¿Dónde comenzar? Quizá en un antro el 11 de abril de 1987. Cuatro «desconocidos» recién subidos al escenario y presentados como «la selección resto del mundo del rock mexicano» comienzan a derramar sus brumas y uno de ellos canta la historia descoyuntada de un ser indefenso al que han sujetado a la plancha para poder castigarlo con la innecesaria e incomprendida terapia de electroshocks. O, quizá, podríamos empezar una década después, en 1997, cuando era un puberto y comenzaba a husmear en los casetes de mi hermano, entre los que encontré, en la portada de uno de ellos, una figura antropomorfa que resaltaba la religiosidad entre lo prehispánico y lo virreinal. Un collage que mostraba un rostro con los ojos cerrados, como si estuviera en trance, lo que me conectó de inmediato con ese pequeño título debajo de la imagen: el Silencio, que, más bien, fue un ruido al que me subí con temor, pero del que sabía que nunca volvería a bajarme, como el que experimentó Alejandro Marcovich en 1973 después de escuchar el Fireball de Deep Purple y quedar, según sus propias palabras, «pendejo». Ahí comenzó el vicio y, quizá, otro inicio de esta historia, pues no le quedó otra más que ir a embarcarse con una guitarra en abonos.[a]
«Un perdedor no es aquel que tiene menos billetes. Un perdedor, es quien ya se dio cuenta que vivir es un mal negocio y no le queda otra que hacerlo de la forma más divertida.» Para inicio de los años setenta el rock mexicano vivía una etapa convulsa marcada por la represión política derivada de los movimientos estudiantiles de 1968. El auge comercial previo con bandas como Los Teen Tops o Los Dug Dug’s, que ya habían puesto en marcha el concepto de rock en español, contrastaba radicalmente con esta siguiente década donde lo contracultural, el rock psicodélico y el espíritu de resistencia juvenil, la llamada «onda chicana» y el movimiento «rock rupestre»[b], provocaron manifestaciones como el Festival de Avándaro (1971), conocido como el «Woodstock[1] mexicano», que representó un hito cultural y desató una intensa reacción del Estado. El gobierno de Luis Echeverría consideró al festival como un acto subversivo, lo que provocó un veto sistemático del rock en medios de comunicación y espacios oficiales.[c] A raíz de ello, el rock mexicano (sobre todo el del centro del país) fue empujado a los márgenes, y pasó a desarrollarse en los llamados hoyos funky, espacios alternativos y clandestinos que funcionaban como refugio para la música y la cultura.[d]
En este entorno, surgieron agrupaciones que marcaron una nueva etapa: Three Souls in My Mind, precursora de El Tri y pionera de la actitud crítica y callejera; Toncho Pilatos y La Revolución de Emiliano Zapata, que mezclaban el rock con elementos del folclor nacional; Love Army y Náhuatl, que representaron al rock fronterizo, particularmente el de Tijuana[e] o Carlos Alvarado y Decibel, vinculadas al rock cósmico o conceptual y, aunque menos conocidas, demostraron que el rock no solo resistía, sino que seguía diversificándose.[f] Pese a la censura y el abandono estatal, esta década sembró las bases de un rock con identidad propia, socialmente comprometido y profundamente ligado al contexto político.
«Una religión puede medirse por su capacidad de revivir a los muertos. Para la generación que se convirtió al rock and roll a inicio de los ochentas, la era cristiana se mide antes y después de Jim Morrison.» Sería en los años ochenta y noventa del siglo pasado cuando la semilla diera frutos. El auge de un producto comercializado como rock en tu idioma unió las voces y propuestas musicales de la escena hispanoparlante para el mundo. Antes, Las Insólitas Imágenes de Aurora fueron un cuento. Un día a un güey se le ocurre hacer una fiesta y Carlos Marcovich le llama a su hermano Alejandro para hacer una tocada y juntar fondos para un proyecto cinematográfico del primero, quien a su vez lo conecta con Alfonso André para que el 17 de marzo del 84, junto con un tal Saúl Hernández, se vistieran de gala: Alfonso con un sombrero boliviano, Alejandro con un gorro a la Daniel Boone y Saúl vestido de mujer para completar lo bizarro y punkoso de la interpretación.[a] El hecho es que, sin saberlo y fuera de su propia voluntad, estos tres sujetos tienen una banda de rock, aunque después de todo, una banda no es algo que se tiene, sino un nombre al que se pertenece.
Muchos años después, a finales de los noventa, cuando Güicho (un primo segundo) me llevó por primera vez al Tianguis del Chopo, descubrí la tierra de donde se esparcen los sueños oscuros, la rebeldía y la revolución; Güicho me simbolizaba también la resistencia de la música de la periferia, ese rock urbano que era tan real y que salía de las coladeras y que, como roedor callejero, corría y se escurría, hurgando en botes llenos de aceite quemado o cascos vacíos de cerveza; esa música que puede escalar bardas, cruzar los deshuesaderos y que, un día, sin que nadie pueda remediarlo, se cuela a tu cocina, agujerea el refrigerador, entra a la recámara, se mete al armario, entra al buró, bajo la almohada, y encuentra un orificio en las paredes de tu cerebro. Y una vez dentro, ya nunca sale. Desde entonces y cada fin de semana que me era posible, iba ceremoniosamente al tianguis para ver si algún día corría con la suerte de encontrarme algo de Las Insólitas Imágenes de Aurora, como un resto fósil que me ayudara a comprender un suceso como el de Caifanes.
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Es evidente, pero necesario, señalar que cierta música en los noventa era difícil de conseguir, sin plataformas de internet ni mp3. A pesar de ello, siempre asomaba por algún lugar, en cualquier rincón, alguno de los álbumes de Caifanes, banda a la que una generación se acostumbró a escuchar con el único anhelo de volverla a ver tocar en vivo y, para muchos, como en mi caso, por primera vez. En el verano de 1999 pasé una semana de vacaciones en la casa de mis primos en Ecatepec, solo con el disco en vinil de El Diablito (Volumen II). Lejos habían quedado ya las noches de Rockotitlán que habían forjado patrimonio y la base de un sonido en Caifanes. Pues es sabido que, en sus inicios, el billete que sacaban se iba en alquilar el equipo indispensable para sonar decentemente. Sabían, como muchos otros lo supieron antes, que la certeza habita en el deseo y el éxito en cualquier instante del tiempo. Así que dejaron que el caos de sus neuronas se asomara hasta los cabellos y se prepararon meticulosamente para oficiar cada ritual, pues sabían que una noche en el Tutti Frutti podía cambiarlo todo. Las voces habían tenido el tiempo suficiente para correr, los reventones eran cada vez más frecuentes y Caifanes se había vuelto una «banda de culto» a finales de los ochenta, una ilusión de que el rock podía funcionar, de que los sueños eran otra vez posibles, con todo y el rechazo de los de CBS[2] asegurando que su negocio era el de vender discos y no ataúdes (por el atuendo gótico, post punk de la banda, con peinados a la Robert Smith) o el de los ejecutivos de otra disquera que sentenciaban que parecían «una banda de putos» y que lo único que confirmaron era que el movimiento y las intenciones de una banda que no contaba con un solo disco grabado hasta entonces iban por un muy buen camino.
A. Arte incluido en el álbum El Silencio (1992). B. Meme.
Hasta la tocada del 31 de octubre de 1987 en el Hotel de México (hoy World Trade Center) el grupo goza de un cierto culto privado. Corear “Mátenme porque me muero” es, además de una pequeña euforia colectiva, un reconocimiento ceremonial. Pero en el Hotel de México va a tocar Miguel Mateos, argentino recién trepado a una popularidad masiva y antes de Mateos tocará Neón y antes de Neón, los Caifanes.
Entre la radio, la televisión y los carteles de la calle juntan ahí dentro una banda amplia, ganosa y heterogénea. Quinceañeras gritonas, panchos respondones, punks endomingados para la noche del sábado, heavymetaleros que se fueron con la finta, viejos apóstoles del rocanrol, neodiscotequeros enarbolando la bandera del reventón, seguidores de Neón, seguidores de Caifanes y algunos breakdancers. Cualquiera que pueda mover a todo ese personal es negocio seguro, y eso no lo duda Oscar López, productor argentino con amplios poderes en Ariola[3]. Caifanes abre la noche y sin grandes trámites pone frenético al personal. Demasiado frenesí para que un grupo como Neón pueda mantenerlos en el mismo nivel. Pero mucho antes que Neón y Mateos son ellos los que se asoman al escenario, Oscar López tiene ya la certeza de que quiere a Caifanes.[a]
Entonces, llega la hora de grabar un disco. Los cuatro miembros fundadores (Saúl, Alfonso, Sabo y Diego) viajan a Buenos Aires para hacer la mezcla y lanzarlo a las calles. Iniciado el ochenta y ocho el ruido ya llegó a la televisión. Ariola organiza una fiesta de presentación; abajo, frente al escenario, los que compraron el boleto; arriba, las mesas de periodistas, locutores y vividores. Junto a Caifanes programan sus otros dos lanzamientos: Alquimia y Neón y, más que un concierto, para algunos, fue más bien una pelea de box arreglada, una madriza contundente. El color del futuro o, por lo menos, el que se puede ver por el retrovisor, no está en Alquimia ni en los dóciles acordes de Neón. El porvenir del rock nacional es un aullido que habla de enfermedad, ojos de venado y un entierro.
No hace mucho escuché en una entrevista a Jorge González, vocal, bajo y compositor de Los Prisioneros, banda chilena conocida por sus canciones llenas de crítica social, que sirvió de inspiración a una generación oprimida por la dictadura militar de Augusto Pinochet y que les provocó censura en los principales medios de comunicación hasta principios de los años noventa. –A pesar del veto, Los Prisioneros tuvieron un éxito comercial sin precedentes, aunque siempre a la sombra de Soda Stereo, señalaba Jorge González en la entrevista. Si bien es cierto que el nombre Caifanes no está relacionado con un discurso social o directamente político, sí comienza a aparecer en los lugares menos previstos, aunque nunca es la intención eclipsar a otras bandas de la escena mexicana como Pedro y las Tortugas, Ninot o Kerigma, pero las ventajas de una manager como Marusa Reyes, que colocó a la banda frente a una prensa que hacía preguntas sociológicas —o directamente pendejadas que, en cuestión, nada tenían que ver con lo musical— lograron que parte de esa música invadiera lugares que estaban más allá de las viviendas de corazones solitarios que alumbran las desmesuradas bestias del rock. Súbitamente el primer sencillo «Mátenme porque me muero» se cuela a las vecindades, las vulcanizadoras, los colegios de niños decentes, de chicas fresas, de los puestos de tacos, de los clubs privados y los carritos de hotdogs. Y es en ese justo momento, no antes, que los empresarios musicales, productores de televisión y demás bichos naturalmente codiciosos ven la oportunidad de sacar provecho de un sonido que, finalmente, no había sido fabricado en el despacho de un mercenario constructor de réplicas.[a] Ninguno de ellos parece recordar la película de Tin-Tan (¡Mátenme porque me muero! de 1951), pero los cuatro inadaptados que se nombran Caifanes (por otra obra cinematográfica de Juan Ibáñez de 1967), conocen muy bien el origen de su primer éxito radiofónico de 1988.
C. Primer álbum de la banda. Caifanes (1988). D. Segundo álbum de la banda. Caifanes Vol. II populamente llamado El Diablito (1990).
Lo que más recuerdo de la clase del teacher Juan José en primero de secundaria es cuando narró para todo el grupo el épico concierto de Caifanes en la entonces explanada de la delegación Venustiano Carranza. La heroica proeza de sobrevivir a una estampida humana y gases lacrimógenos sigue resguardada hasta hora en una habitación de mi mente, como el hecho de que, en el concierto que le abren a Rod Stewart en Guadalajara yo tuviera cinco años; siete cuando Soda Stereo los presentó en el Palacio de los Deportes en 1991, y diez cuando le abrieron a los Rolling Stones. Nací demasiado tarde.
Otro hecho es que la rola con que Caifanes cerraba sus conciertos desde el 87 llegara a las setecientas mil copias vendidas a finales de los ochenta no convertía al grupo en un símbolo de prostitución, ni trivialidad, ni siquiera de oportunismo rumbero o de complicidad con el gran capital. No lo convertía en nada. Aunque si de simbología se trata, el ritmo cubano tropicalero que Diego Herrera aprendió tocando con los Rumberos de Jano Portillo titulado «La Negra Tomasa» volvió al nombre Caifanes en algo así como un símbolo democrático.[a] El grupo se ha dirigido siempre a la multitud como raza y, conforme fue pasando el tiempo, se fue volviendo progresivamente ácido. Y ya que donde tocan cuatro tocan cinco, estos buscavidas (ahora con Alejandro Marcovich) toman sus cosas y se lanzan a Nueva York para hacer un disco que, nueve años después, un puberto que quedó varado en la casa de sus primos durante unas vacaciones en Ecatepec usaría para matar el tiempo y volverse parte de una raza.
E. Tercer álbum de la banda El Silencio (1992). F. Cuarto y último álbum de la banda. El Nervio del Volcán (1994).
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¿Dónde concluir? Sombras en tiempos perdidos piensan que se puede llamar el segundo disco que se pasaron más de cinco semanas grabando en Nueva York, otra vez con Oscar «Cachorro» López, en colaboración con Gustavo Santaolalla[4]. Saúl ha traído nuevo equipo y Alfonso ha rastreado una tras otra las ediciones descontinuadas de David Bowie. De regreso en México, se hará la presentación, comenzarán las giras, irán con Verónica Castro a la televisión, habrá más conciertos. Dos años después, en 1992, volverán al estudio y realizarán uno de los mejores álbumes del rock mexicano y, antes de presentarlo, se rehusarán a abrirle un concierto a The Cure, con el afán de evitar las comparaciones con la banda británica. Caifanes ya es un éxito en México, Centroamérica y algunos países del Sur del continente americano y entre la comunidad hispana de Estados Unidos. En agosto de ese mismo año llenan por completo el Hollywood Palladium de Los Angeles[g] y en abril de 1993 el Palacio de los Deportes de la Ciudad de México, hazaña que ningún otro grupo de rock mexicano había logrado hasta el momento. Con el éxito rotundo de la banda y tras este concierto, Sabo Romo se despide de la agrupación y Diego Herrera lo seguirá poco tiempo después, al concluir la gira. Todo volvería al origen; Saúl, Alfonso y Alejandro entrarían al estudio de grabación a cerrar lo que empezaron con Las Insólitas Imágenes de Aurora. El último álbum de Caifanes llevaría por título El nervio del volcán, junto a Federico Fong en bajo y Yann Zaragoza en teclados como músicos invitados. De nuevo volverán a los medios, serán programados en la barra nocturna de Televisa, Mala Noche… ¡No!, La Movida, Siempre en domingo y cada vez más cerca de los noticieros de MTV Latino para quienes realizaron un Unplugged en octubre de 1994, siendo el primer grupo de Latinoamérica en hacerlo, mientras la relación entre Saúl Hernández y Alejandro Marcovich empeoraba. De hecho, el propio Saúl lo llamó un concierto «angústico». La otra dimensión de la que hablaba el propio Saúl en su relato que dio nombre a Las Insólitas Imágenes de Aurora comenzaba a hacerse realidad:
Bueno, «Las insólitas imágenes de Aurora» es un cuento que escribí. Un cuento que habla de un chico que va caminando por Insurgentes y de repente le entra un flash. Cuando despierta está en un mundo surrealista donde los bosques tienen hojas de mercurio y hay Faunos, bueno una locura. Él está perdido, no entiende si murió. No entiende pero siente. Entonces se da cuenta que no está muerto pero está en otra dimensión; el caso es que se acerca un Fauno y le pregunta «¿qué hago aquí?» Y el Fauno le dice: «Tal vez tú no lo sabes, pero eres una imagen insólita de Aurora. Aurora te raptó y ahora estás dentro de su mundo».
«Nunca nada es como fue.» Oscar Sarquiz, el periodista, productor, locutor, cronista musical y heredero de la fantasía y los fervores de Juan el Bautista, es quien modifica el universo prestando un bajo y bautizando a Salvador Romo López-Guerrero con el nombre de Sabo, hoy referido como bajista, compositor, productor y músico altamente cotizado y versátil, miembro fundador de la banda y en quien recae, según las escrituras y la memoria colectiva, la responsabilidad de promover a Caifanes para su primera tocada en 1987, sin la cual, nada de esto hubiese pasado así.
Tumbado en los sillones de la sala estaban mi hermano Felipe (dueño del casete que da uno de los comienzos a esta historia) y mi hermana Nancy. De pronto, en las noticias de espectáculos del medio día anuncian la separación de Caifanes. Sin declaraciones de ninguno de los integrantes, apenas el escueto comunicado que había dado Saúl, después de un concierto en San Luis Potosí. No recuerdo el nivel de shock, sorpresa o tristeza de aquel momento, pero lo que he comprendido a través de todos estos años es que Diego, Sabo, Saúl, Alfonso y Alejandro, más que una propuesta musical, narrativa, profesional o simbólica, fueron el gran escaparate de todo un grito generacional y subversivo que comenzó en los sesenta y no pudimos escupir, ni explotar, ni sacudirnos, hasta mucho tiempo después. Si tuviera ahora mismo una imagen para concluir esta pequeña reseña, tendría que estar a unos cincuenta metros del escenario, en el Vive Latino[5] de 2011; después de catorce años, el puberto, que ya no es para nada un puberto, está a punto de presenciar lo que creyó imposible después de introducir en el tocacintas ese casete robado a su hermano. Es de noche y detrás de él hay cerca de setenta mil personas y la banda suena rompemadres. Alejandro se está descosiendo sobre el escenario, su guitarra es una bellísima modelo epiléptica que tiembla y grita y ruge a todo volumen en surround. Es el regreso legendario (con todos los integrantes) y Alfonso reparte inmisericordes golpes, madrazo tras madrazo sobre los platillos, la tarola y los tambores que hacen suyo el temblor eufórico de toda una galaxia dopaminada. Somos la raza que baila y salta y Sabo baila y salta y Diego derrite una a una las más íntimas glándulas del saxofón y Saúl abre los brazos en cruz, se cuelga del aire y con el poco aliento y la poca voz exhala el último verso… «y clávame en tu cabecera, y déjame en donde no me olvides».
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[1] El Festival de Música y Arte de Woodstock (Woodstock Music & Art Fair o Woodstock Rock Festival), también Festival de Woodstock, fue una congregación hippie con música de rock realizado del viernes 15 de agosto, hasta la mañana del lunes 18 de agosto de 1969. Tuvo lugar en una granja de 240 hectáreas en Bethel, condado de Sullivan, estado de Nueva York. El festival se ha convertido en un momento fundamental en la historia de la música popular, así como un evento decisivo para la generación de la contracultura.
[2] CBS Records (también conocida como CBS Records International) fue una compañía discográfica estadounidense, y una de las más conocidas debido a que es perteneciente a la famosa cadena estadounidense de televisión: CBS (Columbia Broadcasting System, Inc), fundada en 1962.
[3] Ariola Records (también conocida como Ariola y Ariola-Eurodisc), hoy Sony Music, es una compañía discográfica fundada en 1963 en Gütersloh (Alemania), con sede central en Múnich.
[4] Gustavo Alfredo Santaolalla (1951). Compositor, músico y productor musical argentino ganador en dos ocasiones consecutivas del Premio Óscar a la mejor banda sonora original en 2005 y 2006 por las películas Brokeback Mountain y Babel respectivamente. Ha combinado elementos de música rock, folk, pop, new wave, ritmos africanos y folklore, entre otros. En los años 1970, lideró Arco Iris, banda pionera del rock argentino en fusionar música popular latinoamericana con rock. En los años 1990, su producción con diversos artistas fue clave en el boom del rock latinoamericano de la época
[5] El Festival Iberoamericano de Cultura Musical Vive Latino, o simplemente Vive Latino, es un festival de diversos géneros musicales alternativos que se realiza anualmente desde 1998 en la Ciudad de México y organizado por Ocesa, empresa dedicada al espectáculo.
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REFERENCIAS
[a] Velasco, Xavier. Una banda nombrada Caifanes. México: Por las eléctricas penumbras del rock, 2000.
[b] Zapata, Javier. Avándaro y el rock mexicano: Contracultura y represión en los años setenta. México: Pentagrama, 1995.
[c] Agustín, José. Tragicomedia mexicana 2: La vida en México de 1970 a 1982. México: Planeta, 1995.
[d] Velázquez, Hugo. Los hoyos fonquis: Historia subterránea del rock mexicano. México: Ediciones B, 2010.
[e] Rueda Smithers, Enrique. Rock en español: 50 años. México: Televisa, 2006.
[f] Zamora, Fernando. El rock mexicano: Sonidos de la calle. México: Grijalbo, 2000.
[g] labandaelastica.com (6 de julio, 2012). «Caifanes 2012 en vivo». labandaelastica.com. Archivado desde el original el 11 de abril de 2013. Consultado el 20 de marzo de 2013.
