MARIO ORTEGA
Pasaba por aquí y por supuesto me preguntan: «¿Qué pasó, eh, Chile?, ¿qué ocurrió?»
Casi como que uno se encoge de hombros cuando arrecia la pregunta, no porque no haya explicación, sino porque la realidad ha sido demasiado abrumadora frente al cúmulo de expectativas que en Chile nos habíamos forjado desde el magnífico estallido social de octubre de 2019.
Estuvimos ahí en las calles, con la movilización ciudadana y las protestas, frente a la represión policial, que fue feroz. Percibimos el pulso de lo que pujaba por reivindicarse luego de años de expolio. Concretamente: millones de personas abarrotando las avenidas para manifestar su descontento contra el latifundio neoliberal que hasta el día de hoy es Chile. Pensiones dignas; educación digna; acceso a la salud; mejores salarios, y tanto más: demandas que son comunes a muchos pueblos, pero que en Chile ya se presentan como evidentemente exigibles por la misma riqueza que ha ido generando el país desde hace muchos años —modelo de crecimiento para tantos incautos—, pero que han quedado postergadas y seguirán postergadas pese a aquel ilusorio estallido social de 2019 citado.
¿Qué pasó entonces? Mientras escribía estas líneas introductorias recordé, ni siquiera como consuelo, sino como buen consejo para tener en cuenta y encauzar mejor este tipo de procesos, unas palabras del gran narrador W. G. Sebald, en su libro Los anillos de Saturno: “Es natural que el verdadero transcurso de la historia haya sido completamente distinto, porque siempre que uno se imagina el futuro más hermoso está ya encaminado a la siguiente catástrofe”.
Hay que cuidar los procesos. Hay que apuntalar la lucha, sobre todo con bases morales más sólidas, con una convicción disciplinada y decidida que en su desarrollo nos conduzca a una mística más concreta. Si no, ya ven lo que pasa, otra vez, en Chile. El impulso chileno fue genial, desbordante, a tal punto que un amigo desde Madrid me pedía que escribiera una crónica, casi en caliente, sobre lo que estaba ocurriendo. Tuve el privilegio de haber vuelto por esos años a mi país y haberlo vivido desde las calles, pero nunca he sido de escribir sobre las ascuas de la inmediatez ni desde el entusiasmo que generan, seguramente debido a que mi temple es más cercano a la cita de Sebald antes mencionada. Aun así, la petición de mi gran amigo Juan desde Madrid me urgía, me apuntalaba y casi que me obsedía. Pensaba siempre en ello. Era como querer hablarle a Juan y no poder por la distancia, así que el único modo era cumplir con su petición. Sin embargo, lo único que tenía en mente eran imágenes fragmentadas, y sobre todo las pancartas, las innumerables pancartas que la gente alzaba por las calles: mensajes que se entrecruzaban en mi memoria y que conformaron una especie de tapiz mental de lo que yo mínimamente podría dar cuenta.
Así fue como estructuré esta especie de crónica poética de esos días. Y digo crónica poética, sobre todo por el modo fragmentario en que ha sido construida, basada en los eslóganes de las pancartas y grafitis que uno veía al pasar y que impresionaron vivamente mi memoria. Están citados e intercalados literalmente en el texto de la crónica, así como también las expresiones de algunos personajes públicos del momento. Era tal la ilusión por representar en palabras lo que yo había vivido en esos días, que llegué a imaginar a mi país como una especie de “oficina de desobediencia”, tal como lo había visto años atrás en Barcelona, con esa organización del mismo nombre que enseñaba a la gente a desobedecer y resistir “le-gal-men-te”. Se trataba, por tanto, de lo mismo. De sostener esa rebeldía e institucionalizarla, como en el proceso constituyente que vino después. Pero… ¿qué pasó?

El Patio 29 del Cementerio General fue el lugar donde se ocultaron los cuerpos e identidades de detenidos desaparecidos y ejecutados políticos durante la dictadura de Augusto Pinochet.
OFICINA DE DESOBEDIENCIA
(CRÓNICA POÉTICA DE UN ESTALLIDO SOCIAL)
Pasaba por aquí y me dio por fabular la idea de legislar (tome nota, señor ministro) unos flamantes delitos económicos contra la humanidad.
Es hora ya, ¿no les parece? De modo que para tan excelso designio se abre una ronda de preguntas y respuestas y, entretanto, con suma urgencia propónese la creación de una oficina de desobediencia económica.
Hasta ahora íbamos por ahí muy sueltos de cuerpo creyendo y tolerando esas ficciones potenciadas por la tecnología televisiva y computacional: el desarrollo, tómese la pildorita del desarrollo aupado en cifras, índices bursátiles, cháchara de periodistas y tecnócratas, que si se crece al tanto o más por ciento, pero ¿te acuerdas?, años atrás, de ahí viene toda esa superchería, la cancioncita aquella para el plebiscito, año 1988, votar que no y corear, ¿cómo era?, que la alegría ya viene, una alegría negociada con la bota militar a puntapiés furtivos bajo la mesa y el fusil como que haciéndote cosquillas. ¿Cierto que sí, señor presidente de entonces? Será de seguro usted recordado con sus propias palabras: en la medida de lo posible. Justicia en la medida de lo posible, país en la medida de lo posible, lo posible en la medida de lo posible.
Y ese tenista luego por la tele, ¿te acuerdas?, número 1, famoso: la solución al problema de la salud era tener buena salud, y santas pascuas. Y ahora, además, después de treinta años seguimos en las mismas miasmas dictatoriales, milicos pensionándose a destajo y el resto de los chilenos jodidos por las AFP (asociaciones de fondos de pensiones), saqueo aderezado de guarismos, calva la sombra machacada del follaje en el Wallmapu militarizado, del agua sólo se oye la sed, o como mucho el eco de esas aguas, lo sentimos, el agua no moja y sólo se oye, pues fue privatizada, y al cabo de treinta años, treinta pesos más en el transporte y todo estalla. Que vivan los estudiantes / saltándose torniquetes / alados hasta los dientes / relumbran como cohetes.
A-ya-ya-yai. Ponga otra ronda, señor ministro.
Pasaba por aquí, decía, proponiendo ingenuamente una oficina de desobediencia, porque años atrás, cuando vivía en Barcelona, había una de esas por allá (viene de ahí la idea en realidad). Un lugar donde a la gente literalmente se le enseñaba a evadir, todo eso sí de forma legítima, pacífica, muy a lo catalán, dirían ellos, pura desobediencia civil. Pero resulta que aquí en Chile vamos a lo bestia, me señaló hace poco una amiga barcelonesa. Suena bonito, todo el país súbitamente convertido en una formidable oficina de desobediencia no sólo económica, sino también política. Veo que no ha tomado nota, señor ministro. Se fueron al chancho, dirá afirulando usted los labios (mi amiga dice a lo bestia). Veo que su jefe y sus secuaces tampoco lo entienden. Un mandamás del metro, incluso ufano, cacareaba: “Oye, cabros, esto no prendió”. Por un momento se pensaba que los hombres de corbata ganarían otra vez la partida; sus sonrientes canalladas, su sorna sarnosa, venga otro día, sus fórmulas, hoy no, venga otro día, sus formularios. Pero la desobediencia de la muchachada puso patas arriba la beatería burocrática y cruel de esos oficinistas perfectamente peinados y frustrados en sus escaparates gubernamentales. Años y años de aguantar el expolio, el Evangelio según San Saqueo, ¿y ahora se persignan espantados por unos chiquillos saltando torniquetes? Venga otra ronda, señor ministro, quiero decir, dígale al jefe que ahora le toca a él. Llene el país de torniquetes, señor presidente, y verá que a los estudiantes les crecerá un atletismo evasor que ni al mejor campeón olímpico saltando vallas.
Pasaba por aquí nomás, y la verdad es que me quedo con ustedes. Años de estar fuera de Chile, muchos años de Ni-País, desilusión de ni querer volver para poder ser uno mismo, pero ahora me quedo con ustedes, al menos por ahora. Una tregua, una manera de reconciliarme con mi país a partir de ese inolvidable 18 de octubre de 2019. Todo Chile es de pronto un tsunami que ni la más oficinesca idea de desobediencia podría siquiera imaginar y poner en marcha. ¡Y claro que aquí vamos a lo bestia! ¡Por supuesto que nos fuimos al chancho! Patas arriba todo, entre los arrebatados flujos y reflujos de ese furor, en medio del vendaval de insurrección, grafitis y pancartas parecían lo único intacto. Con todo sino pa’qué, decían. Con todo si no lo mismo nos dará lo mismo. Despierta. Es hora. ¿Se puede? No se pide permiso para cambiar la historia. ¿Pero se puede? ¿Está autorizada la marcha? Vaya pregunta. ¿Millones en las calles y hay que pedir permiso? ¡Ése es el problema! Despierta. No te quedes en el sopor de aquello que dicen que es normal. No volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema. Despiértame, te pido por favor, porque parezco estar metido en un sueño dentro de otro sueño. Como en las películas. Como una invasión alienígena, decía la ridícula esposa del presidente. De no creer que Chile despertó. Estás ahí, entonces. Lo inverosímil es lo que sucede. No volveremos. Chile despertó, y ése es el sueño dentro de otro sueño dentro de otro sueño dentro de otro sueño donde ya nada nos da lo mismo y los sueños de cada uno coinciden con los de todos. Una vez más, los estudiantes no te dejarán dormir si tú no les dejas soñar. Una vez más marcaban el camino, llamando a la evasión. Saltaban torniquetes. Evade, evade, evade todo menos la realidad. Es hora. Es aquí y ahora.
Estuvimos ahí con mis amigos varias veces: Plaza Baquedano, Plaza Italia, hoy bien rebautizada Plaza Dignidad. Recuerdo la primera vez que fuimos. En un momento quisimos ingenuamente asomarnos a la esquina de la Alameda con Vicuña Mackenna. Quise yo, en realidad, pues el grupo me había confiado guiarles. Las multicolores pancartas, banderas y atuendos dieron paso de pronto a grises, negras capuchas, cada vez más negras, torsos con escudo, piedra en mano o arrojada feroz contra la ferocidad del arrogante y paquidérmico blindado lanza-agua arremetiendo su chorro torpe contra los aperrados y aguerridos combatientes que, a todo esto, que viva, que viva, que viva la capucha, el rostro más bonito del pueblo que lucha, cuando lo estaba allí viendo, yo ni tenía idea de que se llamaban, o después se les llamó, del mismo modo en que en ese preciso instante lo pensé: madre mía, nos hemos venido aquí a meter a la “primera línea”, dije a mis amigos. ¡Vuelta todos atrás! Apura, apura. Y el lloriqueo por las bombas lacrimógenas nos impedía retroceder con claridad. Lloré más por mi ex que por tu lacrimógena. Casi lloraba como una despechada desde su palacete presidencial la primera dama, frente a las tropelías de la Primera Línea. Si parece una invasión alienígena, gimoteaba. Será usted la primera dama, señora (ridículo apelativo de por sí), pero parece ser la última en enterarse y asumir que los marcianos llegaron ya, y llegaron con ganas de marchar.
Respuesta inmediata, doctrina del shock: toque de queda. Contrarrespuesta: cacerolazo. Toque de qué, toque de qué, y qué ¿ah?, si bailábamos cumbia caceroleando de lo lindo en la esquina de Santa Filomena con Purísima. Tenemos ollas, ellos metralletas. Y, en cuanto veíamos milicos aparecer ahí al fondo de la calle, corríamos como lauchas a guarecernos en nuestros hogares. Una danza que se repetía hasta altas horas. Cumbia caceroleada, qué vacilón, qué días.

Protestas en Chile de 2019, Plaza Baquedano, Santiago, Chile.
Quienes mejor danzaron, eso sí, fueron Las Tesis, que consiguieron hacer bailar a mujeres de todo el mundo con su coreografía feminista: y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía, el violador eres tú. Y tu doctrina del shock, tu paz y tu normalidad. Tu beatería patriarcal. Esa violencia aséptica que ejercen. La paz de los cementerios. Ese sistema basado en la cosmética crediticia y, por tanto, para que la democracia continúe musculando deudas, la prioridad será reestablecer cuanto antes el orden público. ¡Más policías a las calles! Nada que hacer, amigo, si fueron no sé ya cuántos millones ese viernes 25 de octubre en Santiago de Chile y decenas de otras ciudades. Luego se hizo tradición: cada viernes cientos de miles salían a las calles no sólo en Plaza Dignidad, sino también por todo el país. Un enemigo poderoso, implacable, una guerra, cacareaba el presidente. Implacable era la impotencia que desbordaba las calles con mensajes: me falta pancarta para toda la rabia que tengo, no sé qué poner, pero estoy aquí. Así cada viernes durante varios meses. El resto de la semana tampoco había tregua: las incontables veces que pasé cerca de Plaza Dignidad, por la Alameda, por Vicuña Mackenna, por esos barrios de la zona cero, veía repetirse el mismo jueguito de gato y ratón entre la muchachada cada vez menos numerosa y la policía. Por supuesto, era papilla sabrosa para los informativos, como las micros quemadas, los saqueos. Seguiremos siendo noticia hasta hacer historia.
Lo que nadie podía ignorar, aunque la tele disimulara, fueron esas imágenes de un grupo de policías jalando a hurtadillas una sustancia rara, Mentholatum, dijo el alto mando que era, una pomadita que aquí en Chile se usa para el catarro. ¿Mentholatum para contrarrestar el efecto de las lacrimógenas? El caso es que la pomadita en cuestión parecía que desquiciaba todavía más a los pacos, poli, yuta, ACAB (calma, qué acelerado estás, ¿no?), que arremetían con mucha mayor saña a la intrépida muchedumbre. Hubo otra imagen, eso sí, señera entre la algarabía, la represión y la húmeda humareda: una pareja de capuchas se besaba justo antes de ser detenida por los pacos. Me enamoré de ti en el estallido, pero ni tuya ni yuta ¿eh? Me enamoré de ti y uf, uf, qué calor, el guanaco, por favor, vieras qué caliente me ponía cuando nos empa paba el lanzagua. En la lucha territorial calle a calle el prepotente chorro del guanaco arreciaba con más potencia aún. Miles de litros en decenas de jornadas ¿pagados por quién si en Chile el agua es privada? No era sequía, es saqueo. Un líquido que de pronto se volvió un tanto viscoso, aguachirri amarillento (perdón, no estoy hablando de los políticos), y que causó incluso quemaduras en algunos manifestantes. Chorro cáustico, pero también zorrillo blindado lanzagases. Unos huyen a toda carrera, otros encaran, piedra insurrecta más alada que las estrellas. Vuelan miles contra blindados y fuerzas especiales. Vine a expresar mi opinión con una piedra, yuta maldita dice, ACAB, A(1)C(3)A(1)B(2), all cops are bastards, 1312, por donde sea que vayas en el país casi nadie los quiere, ni los perros callejeros que, en todo caso, se unían a las protestas como imitando a su famoso y legendario santo patrono, el Negro Matapacos, muerto unos años antes del estallido. A otro perro con ese hueso, parecen cantar los matapacos, nada los intimida, casi que forman hueste, marchan al son de quienes bailan y corean el que no salta es paco, el que no salta es paco. Perra es la lucha por las calles, no obstante. Perdigones y lacrimógenas directo al cuerpo o la cara de las personas. Fabiola Campillay y Gustavo Gatica pierden la visión en ambos ojos. Vivir en Chile sale en un ojo de la cara. No sólo ellos: más de cuatrocientas personas con heridas oculares luego de varios meses de represión. Ojos que no ven: corazón despierta piedra subversiva. Y vuela lejos. Más alada que las estrellas.
Sólo pasaba por aquí y veo que ya llevo largo rato. Es que esto no paraba. Me quedé ridículamente corto con esa idea de una oficina de desobediencia. La realidad fue excesiva en su díscola belleza. No daba tregua, no perdonaba pulso. A tal punto y con tal magnitud, que la santurrona politiquería se abalanzó casi espantada a un pacto por una nueva Constitución. Era de no creerse. Estábamos en eso, el plebiscito iba a efectuarse en abril, pero un bichito desobediente, un virus, propagaba entretanto su pandemia por todo el mundo y poco a poco nos confinaba. Quédate en casa ha sido hasta ahora la receta. Malo para la economía: bueno para la salud. Así que por el momento todos en cuarentena. ¿Cómo cambiar capuchas por mascarillas sin renunciar o someternos a las circunstancias? ¿Cómo decir que recluirnos no es para nada un gesto egoísta o individualista, sino la demostración de que en la soledad o el aislamiento también estamos todos? El mismo ímpetu: contagiados todos por el espíritu del matapaco. “Hagámonos la guerrilla interior para parir un hombre nuevo”, decía Roberto Matta. ¿Qué pasa si el virus muta y se pone buena persona?, ironizaba con acostumbrada crueldad el ministro de Salud. Aunque a lo mejor el virus muta y se transforma en estallido, le respondimos. Una vez más. Uno mucho peor. ¿Qué le parece señor ministro? Pues no volveremos jamás a su pretendida nueva normalidad, como le llamaron. Porque ya nada nos dará lo mismo, lo mismo nunca nos dará nada.
Valparaíso, 18 de octubre de 2020.

Días de indignación. Autor: Paulo Slachevsky.
CODA
¿Qué pasó, eh?, me vuelven a preguntar. Pues finalmente lo que pasó es que uno se pregunta cuánta de esa gente —millones— que salió a las calles en el estallido social de 2019 votó contra el plebiscito de septiembre de 2022. Y los hubo. Y no pocos. Uno ve las cifras, el voto era obligatorio, y nada más ni nada menos que 62% de la gente que estaba obligada a votar votó rechazo al proyecto de Constitución de la Convención Constitucional elegida mayoritariamente por el pueblo. Es cierto, hubo tres votaciones. Las dos primeras no obligatorias, ganadas mayoritariamente: una para votar si estábamos a favor de una nueva Constitución y la siguiente para elegir a los miembros de la Convención Constitucional. En ambos casos, los resultados fueron más que alentadores. Pero, como el voto no era obligatorio (ni tampoco pretendemos que lo sea), hay que considerar siempre que en esos alentadores resultados votó poco más o poco menos que 50% del electorado y que, por tanto, hemos vivido algo que un lúcido analista dio en llamar “espejismo representacional”. O sea que hubo un montón de gente que no votó en las dos votaciones anteriores y que, en la tercera, para votar apruebo o rechazo al nuevo proyecto constitucional, se decantó mayoritariamente por el rechazo. Pero, aun así, si uno hace cuentas, hay un número significativo de votos de ese rechazo que estuvieron participando originalmente en el estallido social y se volcaron masivamente a las calles, y luego votaron… rechazo. ¿Qué pasó entonces? ¿Qué tipo de doble personalidad vive Chile?
Mi conclusión es que Chile, pese a su innegable crecimiento, continúa decidiendo ser un latifundio, el oasis del talibanismo de libre mercado, una parroquia esquinada en el mundo, una capitanía general. Tres hechos lo confirman: primero, como ya lo describimos antes, el rechazo de 62% al promisorio proyecto constitucional en septiembre de 2022; segundo, el nuevo y amañado proceso constitucional, que va a significar a fin de cuentas un maquillaje a la constitución actual de Pinochet que nos rige (sí, de Pinochet), y tercero, el rechazo reciente por el Congreso chileno a la idea de legislar una reforma tributaria de verdad, que promueva mayor igualdad en el país, uno de los pilares de las propuestas del actual gobierno. Chile, por tanto, y como siempre, a la vanguardia de la retaguardia, y no nos contemos cuentos.

Días de indignación. Autor: Paulo Slachevsky.