APUNTES PRELIMINARES PARA UNA DESLATINIZACIÓN DE LA CULTURA: CASO MÉXICO

por | NÚMERO CUATRO

Angel Ballesteros Aviña

“Latino”, “latinx”, “hispano”, “latinoamericano” y otras etiquetas que simplemente no dan el ancho para representar quiénes y qué somos. Tampoco nos gusta ni nos conviene.

El 24 de enero de 2025, pocos días después de que Donald Trump asumiera la presidencia de Estados Unidos, el presidente de la Nación Navajo, Buu Nygren, emitió un comunicado de prensa denunciando que la ola de arrestos, acosos y violaciones de derechos perpetrados por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (I.C.E.) había afectado indiscriminadamente a un número significativo de miembros de su comunidad.

Ilustraciones de Rini Templeton

Como es sabido, se supone que el I.C.E. concentra sus esfuerzos en perseguir a presuntos inmigrantes indocumentados en territorio gringo. Sin embargo, en la práctica, sus acciones se dirigen específicamente contra personas con rasgos físicos amerindios. Esto ocurre dentro de un contexto institucional que ha creado un sistema profundamente racializado, el cual criminaliza —para sorpresa de nadie— a quienes culturalmente han sido etiquetados bajo el estigma de “latinos” o “hispanos”. ¿Cuáles son, entonces, las implicaciones de esto y por qué debemos analizarlas?

Para abordar esta cuestión, es necesario partir de tres premisas fundamentales, con un cuarto punto adicional que, aunque no es central para este análisis, enriquece la discusión:

  1. Los Navajo, Aztecas, Mayas, Incas, Taínos y otros pueblos originarios del Anáhuac no son, por definición, pueblos europeos.
  2. Cada uno de estos pueblos representa una identidad nacional, cultural, étnica y lingüística propia, que debería ser inalienable.
  3. Lo “latino”, por definición, refiere a un adjetivo indoeuropeo originario del Lacio, en la actual Italia, ubicado al otro lado del Atlántico.Si bien lo latino (o la latinidad) es un componente innegable de lo que llamamos Latinoamérica, no se trata de un aspecto absolutamente determinante de esta realidad ya que esta región llamada Latinoamérica también se compone de elementos indígenas locales y de otras latitudes no amerindias ni latinas, que enriquecen su diversidad cultural.
  4. Pilón:Italia, como país, junto con su cultura y lengua, es quien de facto posee el mayor porcentaje de herencia cultural, lingüística e histórica de la antigua cultura latina, incluyendo una conexión directa e innegable con Roma, componente fundante de la realidad contemporánea del sur de Europa. Sin embargo, los sureuropeos no se consideran —ni se considerarían— “latinos”. Este adjetivo no los define ni les resulta relevante. Entonces, ¿qué es lo latino o, en su defecto, la latinidad?

Como es bien sabido, la construcción de la identidad latinoamericana donde se englobara a aquellos territorios que habían sido administrados por Portugal y “Castilla-León-Galicia” bajo una misma etiqueta, se llevó a cabo a modo de un esfuerzo publicitario que promoviera una uniformidad identitaria. Ésta se llevó a cabo bajo premisas impuestas desde la racionalidad colonial europea y a modo de una estrategia más de dominación a través de la creación de un lenguaje que capaz de expandir ángulos de influencia. Específicamente la francesa en el siglo XIX.

Según esta lógica, las sociedades en estos territorios, al haber sido colonias de potencias eurolatinas, serían afines —o susceptibles— a la continuación de la subyugación colonial debido a trasfondos culturales, religiosos y lingüísticos compartidos. Cosa que resultó ser cierta en muchos ámbitos que podemos ver aún a la fecha. Evidentemente, el interés principal de este proyecto de publicidad colonial fue el de materializar sus planes de subyugación, explotación y para administración alienante que servían a las potencias imperiales de la época. Cosa que, como sabemos, continuó siendo cierta. Las estructuras culturales e identitarias que favorecen a la colonialidad, a la fecha, continúan favoreciendo a los poderes coloniales imperiales aunque ahora se presenten a modo de poder financiero internacional (Nueva York-Londres-Paris).

El proceso de colonización del Anáhuac continúa activa en su agenda de continuación y profundización de la erradicación de las culturas autóctonas mediante mecanismos como genocidios, epistemicidios, esclavitud, adoctrinamiento de todos tipos incluyendo aquellos disfrazados de campañas educativas, mestizajes sujetos a subyugación estructural y, frecuentemente, una combinación de estos. Incluyendo el hecho de que nos hemos quedado presos de las etiquetas, los designios, estruturación de las representaciones, identidades y demás. Sin embargo, es crucial reconocer que:

  1. La racionalidad colonial nunca logró erradicar por completo los componentes autóctonos.
  2. Tampoco pudo sustituirlos en su totalidad así como no pudo contener o controlar la persistencia de muchas otras manifestaciones identitarias o cosmológicas.
  3. En estos modelos también persisten incorporadas elementos de otras latitudes:semitas (musulmanes y sefardíes de Al-Ándalus y el norte de África), negritud (de África occidental y subsahariana), contribuciones de Asia occidental así como otras provenientes del sudeste asiático (producto de las aventuras coloniales de Portugal y España), entre otras.

El Anáhuac es, en parte, latino. Sin duda. Pero también es muchísimas cosas más.

Hay tantos matices en lo que llamamos Latinoamérica, o Anáhuac, que reducir su identidad a un concepto o designio tan limitado como lo “latino” o la “latinidad” resulta inapropiado, falaz y, sobre todo, restrictivo. Tal como lo sería una camisa de fuerza para inmovilizar a alguien. Estos designios coloniales sirven para limitar el movimiento y anular el desarrollo libre. El hecho de que ellos sean quienes quienes nos hayan nombreado latinos, y según las lógicas normativas, estructurales y semánticas también conformadas desde la racionalidad colonial, nos sitúa por diseño en un “no lugar” que nos posiciona a modo de un “ser ahí en la alienación”. Es un “no ser lo propio” que además es un oxímoron profundamente problemático. ¿Cómo podemos ser latinos si no somos europeos ni lo seremos jamás, y en un contexto donde ser latino implica ser marginado incluso por quienes, en teoría pero no en la práctica, sí lo son? Por decirlo a modo simple.

El problema señalado aquí es que el hecho estar frente a una situacionalidad histórica tal como la que caracteriza nuestra realidad contemporánea, con una globalización innegable y perceptible hasta por las comunidades que históricamente habían sido las más aisladas, encontramos que enfrentarnos ante esta realidad sistémica desde esta configuración lógica-identitaria-y-epistémica subyacente tan problemática, por diseño limita todo horizonte deseable. ¿Por qué?

Porque las cuestiones que subyacen incluso a nuestras formas de percepción y autopercepción, es decir de todo aquello que influye, propicia y da lugar y posibilidad a nuestros horizontes de consciencia posible, y por tanto que incide en los límites y horizontes incluso de nuestras capacidades de concertar cualquier cosa derivada desde ese lugar, de cajón ya sufran de un gran nivel de limitaciones a grandes y profundos rasgos. ¿Autodeterminación posible, cómo?

Es preciso darnos cuenta, si no al menos sospechar, de que esas etiquetas inciden en nuestra realidad a grados no imaginables a menos que podamos identificarlos con toda la claridad posible. Necesitamos claridad en el qué y por qué somos, quiénes somos según dónde estamos y según frente a quién, así como en también en relación a qué.

La modernidad neocolonial, capitalista, globalizada, junto con todas las problemáticas derivadas y también presentes que enfrentamos, donde nos localizamos con nuestras circunstancias, nos erigen retos que exigen un identidad capaz de ofrecer pertinencia para consolidar nuestras propias bases. Pertinencia para lo más básico y de allí a todo lo demás incluyendo lo ideológico, lo cosmológico, lo utópico, etc. Necesitamos una sensatez identitaria sólida, autónoma y autoreferente sobre la cual poder construir un proyecto civilizatorio sustentable. De otro modo, no será materialmente posible, ni realista, querer proyectar nuestra emancipación y desarrollo.

Aceptar la adjetivación de “latinos” implica aceptar el yugo de una categorización y un lugar predispuestos para nosotros que viene precargado con definiciones a propósito alienantes de quiénes somos, quiénes debemos ser y “quiénes éramos supuestamente”, impuestas desde una racionalización del mundo que a la fecha continúa, y -que de no cambiarse- continuará, siendo útil y beneficiosa para los poderes coloniales, imperiales y del capital financiero occidental de turno. El adjetivo de latino se muestra como un síntoma, un brote visible, de un aparato-colonialidad que todavía nos tiene poseídos, privándonos de la oportunidad de decidir nuestra autodeterminación.

El problema es de corte ontológico: la latinidad, además de ser un vacío y un absurdo, es una mala apuesta de inicio: ya que nos coloca en un lugar de subordinación, dependencia y servidumbre.

Por un lado, la racionalidad colonial puso en marcha una auténtica maquinaria integral dedicada a la erradicación de identidades locales, sus economías, culturas, sistemas de organización política y social. Es decir, eliminar fundamentos ideológicos, epistémicos y cosmológicos. Sus logros han llegado al punto de borrar incluso aspectos cruciales de la memoria que podrían servir para reconstruir la dignidad en estos territorios. La dignidad, después de todo, está estrechamente ligada a la capacidad de autodeterminación.

Hay que incidir en el hecho de que la destrucción colonial viene de la mano de un sistema diseñado para maximizar la extracción, explotación y usufructo de los recursos, la producción y la creatividad de estos territorios. De modo que la latinidad se configura como herramienta ontológica alienante hecha a diseño de los intereses coloniales, y ahora de las multinacionales.

No podemos ignorar que el proceso de extracción colonial fue un éxito rotundo. La colonialidad logró imponer su modelo al punto de que pocas veces cuestionamos esa supuesta identidad con la que creemos vernos al espejo. El costo ha sido el empobrecimiento material y espiritual de nuestros pueblos. Sufrimos de pobreza en todos los sentidos: nos falta techo, comida, vestimenta y vivienda, pero sobre todo nos faltan los suelos anímicos necesarios para contrarestar esa colonialidad alienante.

Para I.C.E. y para la racionalidad colonial, las etiquetas de Latino y latinidad son sinónimo de subdesarrollo, sí. Pero esto solo se explica con base a un modelo de explotación que nos aliena y que ha cumplido sus objetivos de manera espectacular. Y pues ya basta, ¿o no?

El latino, como ente racializado, incluye en su sistema de acepciones el ser siervo, ser carente de derechos, subdesarrollado y por definición que su lugar incluye que está condenado a seguir siéndolo. Es decir, una antítesis de lo europeo. Luego, físicamente amerindio o mestizo. Encima de todo, privado del derecho a nombrarse a sí mismo o a portar una identidad que lo conecte con su lugar, su clima y su comunidad. El sistema colonial lo creó como una criatura a priori despojada, carente, víctima sin derecho a lágrimas, máquina sin derecho a producir para sí misma. Ese es el único y principal rol asigando en ese tablero mundial. I.E. Ese etiquetado es una condena.

Lamentablemente, los Navajo acosados por el I.C.E., aunque oficialmente no han sido nombrados “latinos” en la práctica colonial sí lo son. Por un tema de consanguineidad originaria, étnica y subalterna. Esto los hermana al resto del continente desde la racialización del sistema colonial.

La latinidad impuso su modelo integral y logró sus objetivos: enriquecer a Europa, Estados Unidos y a las oligarquías que a la fecha han controlado el poder global. Mientras tanto, nosotros seguimos financiándolos con nuestra pobreza y gracias a nuestra falta de autonomía.

Es preciso deslatinizarnos en la medida en que lo necesitemos, principalmente porque esa identidad está construída de modo en que perpetúa nuestro lugar subalterno dentro del sistema de etiquetados y roles.

Si decidimos conservar algo de la latinidad, quizás al menos debamos y queramos ser capaces de elegir qué tipo de latinidad preferiríamos ser. ¿Ser como Espartaco, rebelándonos con gloria contra nuestros opresores, o preferimos ser esa criatura sumisa que ofrece la otra mejilla?

Mientras tanto, en México ya somos de facto muchas otras cosas también: árabes, indios, negros, judíos, brujas, chaneques, frijoles, parteras, cafeteros, nahuales, nómadas, amantes del colibrí y tantas cosas más. Creo que debemos plantearnos la tarea de crear un adjetivo que al menos logre reflejar que existe esa gran comunidad de lo que efectivamente ya nos conforma, y que nos rodea, dentro de nuestra cotidianidad sergún las posibilidades existentes en nuestros entornos. ¿Cómo sería algo realizable a realizar con respecto a nuestras propias ontologías e identidades posibles?

Está en juego todo eso que podemos rastrear de nuestros orígenes compartidos, que está presente en nuestros contextos inmediatos y de quienes nos rodean. Lo que está en la casa de enfrente que aunque no lo vemos de un modo lo percibimos. Lo querríamos compartir por el simple hecho de querer hacerle el bien a las personas que amamos, que nos rodean, desde otro lugar que no sea este estado de alienación colonial.

Tenemos que ser capaces de analizarnos y replantearnos quiénes somos pero sobre todo con miras a quiénes queremos ser, a partir de lo que ya tenemos dentro y alrededor.

Ojalá, es árabe, apapacho es nahuatl, la ketchup es china, Jesucristo un comunista que repartía pan y organizaba la borrachera. Por un decir.

“Latino”, “latinx”, “hispano”, “latinoamericano” y otras etiquetas que simplemente no dan el ancho para representar quiénes y qué somos. Tampoco nos gusta ni nos conviene.