¡HEIL SIMPEL!* Microfascismo apocalíptico y sus imitadores

por | NÚMERO CUATRO

#SHOW BLITZKRIEG | CÉSAR CORTÉS VEGA |

♥ → Franco Berardi “Bifo” ha advertido algo que toda conciencia avispada puede percibir: un moderado letargo, un reduccionismo de las consecuencias del capitalismo que pausadamente se ha acomodado a nuestros hábitos como un manto que aprisiona todo deseo liberador. Tal cosa, que en una primera lectura podría hacernos creer que, al notarlo, no formamos parte de ello, a la luz de una segunda mirada, que contemple tanto a quienes consideramos similares como a nuestros pares, muy probablemente nos incluirá como objetos de crítica. Solo es posible separarse de aquello que se dice de los otros partiendo de la simpleza —que no simplicidad— y su artificio lacónico, eso que consigue estancar la crítica en oposiciones lineales. Se trata, quizá, de una singularidad suscitada gracias a la información que hoy surge a borbotones de muchos medios, pero que no tiene canales suficientes para ser aplicada más allá de su primera función emisora. Y tales miradas no solo circunscriben su campo de visión a temas que tendrían que ser revisados por todo ciudadano politizado, sino a los más anodinos e insignificantes. Ahí radica el peligro de su invisibilidad. Un impulso que, aunque frecuentemente disfrazado de disruptivo, forma parte de la misma convencionalidad con la que fue forjado. Intentar remontar ese abandono de la inteligencia imaginando superioridad moral puede repetir así ese juego superficial que suele ser reivindicado con el mero conteo de adeptos: una cultura de masas de fuerzas indiferenciadas.

Hardt y Negri, por ejemplo, han señalado cómo los medios de producción pueden hoy localizarse más fácilmente en cómo está organizada la información en un teléfono móvil que en la distribución de las operaciones en una fábrica. En ello las jerarquías se han alterado, en tanto la masa humana, sin estar necesariamente junta, reproduce comportamientos.

♣ → El de la cultura de masas en un tema cliché que, sin embargo, puede resultar sugerente. Porque al hablar de lo masivo, se abraca todo y, entonces, muy poco o casi nada. En el clásico libro de Elias Canetti “Masa y poder” [1] el pensador búlgaro llevó a cabo la clasificación de las pulsiones y significados de tales fenómenos. Y una de sus constantes, justamente, es la de su proporción ilimitada, su tendencia a expandirse. Otra, la igualación de sus integrantes en aras de la perpetuación del poder. La colectividad, por el contrario, entendida como una premisa organizativa, excede los límites de quienes se reúnen alrededor de un solo conjunto de intereses y, de ese modo, no permite la enunciación extremista para su defensa. Por eso es por lo que, por ejemplo, “alta” o “baja” cultura son polos codependientes cuyo valor estará siempre en negociación según la metamorfosis de los significados en su uso y complejidad. Conceptos como el de “proletariado” o “conciencia de clase”, hoy aún vigentes debido a que señalan a un grupo sabedor de su expolio por parte de la maquinaria del capital, han mutado también según maneras renovadas de explotación. Recientes formas en las que el poder se ratifica modifican las relaciones y su estabilidad, así como las lógicas de lo masivo o lo colectivo. Hardt y Negri [2], por ejemplo, han señalado cómo los medios de producción pueden hoy localizarse más fácilmente en cómo está organizada la información en un teléfono móvil que en la distribución de las operaciones en una fábrica. En ello las jerarquías se han alterado, en tanto la masa humana, sin estar necesariamente junta, reproduce comportamientos. Por eso resulta simplista decir que la “alta” cultura, de principio, es más compleja, o la “baja” más fácil de digerir, pues lo que determina su posición no es eso, sino el empleo social que puede hacerse de los fetiches de cada cual. Su destino hacia lo masivo o lo colectivo. Así pues: ¿es posible reducir lo complejo sin perder matices, renunciando a revisar las transformaciones paulatinas que nos convierten en entidades mutantes, en algo difícilmente determinable si lo circunscribimos a un conjunto indiferenciado?

“Folletos arrojados por el Partido Popular Alemán durante la La República de Weimar”. Imagen César Cortés Vega.

♠ → En su libro “La segunda venida. Neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del apocalipsis” [3], Franco Berardi “Bifo” apunta algo que tampoco es difícil imaginar: desde la caída de la URSS, que fue difundida como un acontecimiento que rotulaba el supuesto fin del socialismo, se ha construido una narrativa que ha intentado cerrar nuevos caminos para pensar alternativas al capitalismo que no pasen necesariamente por un autoritarismo exacerbado que tuvo sus sucesivas réplicas en otras naciones. Tal cosa equivaldría descreer de la multiplicidad al decir que hay solamente una izquierda, y no múltiples, intercaladas unas, otras distanciadas. No apreciarlo es, o imaginar que en las condiciones actuales es posible combatir al monstruo de las mil cabezas desde un único frente o, peor aún, no querer ir más allá de un nihilismo que tiende hacia la crítica apocalíptica de lo social si no se actúa de una cierta manera, y en la que de lo contrario todo tendería a un caos irresoluble. Ya se sabe que una disposición de este tipo ha sido terreno fértil para que, en aras de un racionalismo tendiente a una supuesta ilustración modernizada, se haga parecer que la devastación solo puede ser resuelta por el regreso a un orden legitimado en técnicas de control meramente económico o, peor aún, conductual. Se trata de un reduccionismo que nubla la mirada de muchos de los análisis críticos contemporáneos: una suerte de dictadura de la razón mercantil se abre paso como eje para el dominio de toda función social. Desde ello no parece necesario pensar de más, ni abrir los cauces para una reflexión que no pase por una apuesta inmediatista vendida como ineludible, como si más allá de un mal de derechas no hubiera otra cosa qué imaginar, o como si aquellos que ejercen reflexiones desde los márgenes de tal centralidad, lo estuviesen haciendo como un juego entretenido o un sueño del que pronto despertarán. Esto nos acerca a lo que Berardi señala como una rebelión contra el pensamiento en la leva de una deficiencia creciente que, en su deseo de alejamiento del neoliberalismo, le aproxima paradójicamente más a él o, peor aún, lo traslada hacia micro-fascismos cada vez más evidentes, más pedestres. Para explicarlo Bifo señala la diferencia entre lo que llama la infoesfera y la psicoesfera: una referida al conocimiento y la otra a la conciencia.

♦ → Bifo anota que, si los movimientos estudiantiles en las décadas de los sesenta y setenta intentaron hacer confluir una disidencia imaginativa hacia la conquista del poder, hoy los nuevos estudiantes caminan dispersos y preocupados por la construcción de una identidad basada en cientos de redes sociales en las que, melancólicamente, expresan su subjetividad mediante un trabajo cognitivo cooptado por la inmediatez y la industria de los datos. El nuevo fascismo, nos dice, requiere de ese temperamento detenido, de una simplificación de los afectos y sus efectos: “la implosión del deseo, del intento de mantener bajo control el pánico y de una rabia depresiva de la impotencia”. En lugar de una concentración en “apoyos y aversiones políticas”, el centro está puesto en aquella relación entre la infoesfera y la psicoesfera. A medida que disminuye la conciencia social, la espectacularidad de lo tecnológico se incrementa. De este modo, el conocimiento orientado al progreso técnico reduce la comprensión de las formas en que se ha construido. Eso suscita una saturación masiva desde la cual no parece posible un pensamiento liberado e imaginativo.

“Diferencia en el precio de distintos productos en la República de Weimar”. Imagen César Cortés Vega.

♥ → Ese es el territorio para un nuevo fascismo que ha prosperado en la llamada era Trump. Una ultraderecha de la idiotez que, paradójicamente, corre paralela al florecimiento de la “inteligencia” artificial que está potenciada desde la acumulación de capital y su empleo de funciones escalafonarias. Las conformaciones universitarias, por ejemplo, que otrora fueran espacios para el debate de ideas, hoy han caído en una regulación que orienta toda disciplina hacia su rentabilidad economicista. Esto, que parecería un triunfo de la implementación de una práctica estructural, ha olvidado que sin atender causas superestructurales es fácil caer en despotismos de corte centralizado y unipartidista. Y la conclusión que arroja Franco Berardi parece desoladora, pues el regreso a la democracia es, en ese contexto, poco realizable a corto plazo. Porque, al contrario de los fascismos que estaban basados en una mitologización del poder y la promesa de un futuro en el que regresarían fuerzas superiores a liberar a una clase despótica para ubicarles en la cúspide de la jerarquía social, el micro-fascismo no necesita sino de una emulación de múltiples máscaras, como si se tratara de una serie de instrucciones para sobresalir en redes y ser visible internalizando lógicas autoritarias como comportamientos replicables. Una integración en la masa que promete individuación ante una deidad tecnológica para una fama perceptible en la medida de su seriación. El experimento nazista que regresa lo hace como espectro perdido y sin sentido, como irrupción especular. Ante ello nunca más certera la frase de Marx al comienzo de su “Dieciocho brumario de Luis Bonaparte” sobre cómo la historia ocurre “una vez como tragedia y otra como farsa” [4]. Sin embargo, sea de un tipo o del otro, es peligrosa y siniestra por igual.

♣ → Las operaciones realizadas mediante la “inteligencia” artificial no tienen intermediaciones visibles a primera vista. Eso las convierten en un paradójico fenómeno masivo invisibilizado. Se presentan como una automatización que responde a los deseos de un único usuario: en la medida en la que mejor se redacte un prompt —literalmente de “rápido”, “puntual”— los resultados serán más similares a un interés de origen. Y una de las características del nazismo, definidas por el filósofo Günther Anders [5], fue que generó un automatismo masivo deshumanizado. ¿Qué es entonces lo inhumano en estas llamadas “nuevas” tecnologías? Probablemente la aplicación de un hiper-funcionalismo que está construido con bases económicas globalistas para la ganancia. Revisar las empresas detrás de estas tecnologías es, sin más, un jarro de agua fría respecto a sus aciagas intenciones, que pasan por inocentes porque están maquilladas para la superficie. Para la simpleza. Sin embargo, el peligro de este neofascismo es que se diversifica y parece, a ojos de incautos, convincente cuando intenta sustituir la democracia por la cultura algorítmica de la pertenencia. Todo basado en una suerte de darwinismo digital que presiona al trabajador promedio a pujar a favor de un “emprendedurismo” militante en aras de la individualización meritocrática. Y, siguiendo esa lógica, ¿para qué sería necesaria entonces la opinión de los otros, si no se les considera con el suficiente número de likes o de followers? De votos.

♠ → Pero el nuevo fascismo, nos dice Bifo, surge de un profundo momento depresivo de la humanidad y de un deseo de venganza de trabajadores humillados por décadas de regulación neoliberal. La búsqueda de responsables desde la simplificación de la política deviene en xenofobia y ultranacionalismo para sacarse la espina enterrada en la confianza que ese nuevo proletariado anheló basado en la promesa de un futuro deseable y creíble para la mejora de su situación a nivel global. Luego, aquella petulancia enchulada por los algoritmos y las tendencias espectaculares se volvió rabia y naufragio. Y la superación de ese instinto hacia la interconexión y el libre mercado hoy es paliado mediante un libertarianismo de derechas que tiende a descreer de la diversificación de opiniones y, por ende, de la democracia. Sin embargo, esto no me parece lo más peligroso, debido a que con una máscara o con otra, las derechas siempre estuvieron ahí disfrazando su mediocridad de tendencias reaccionarias y mitologizaciones diversas, como las del honor nacional o la divinización de sus próceres. El problema más grave es que, en aras de su combate, las izquierdas cayeron, ya sea por necesidad o por búsqueda de popularidad, en un simplismo similar.

«Mujer apilando billetes en la hiperinflación en la República de Weimar». Imagen César Cortés Vega.

♦ → La complejidad de los fundamentos de cualquier teoría no se da debido a un mero deseo de incomprensión general, por supuesto, sino gracias a que ningún fenómeno es solo aquello que parece a primera vista. Yo no rehúyo del intento de comprensión desde la simplicidad con la que se pueden plantear sagazmente temas difíciles de asir, sino de la simpleza a la que le faltan preguntas suficientes. En otro libro [6] Bifo emplea el término “futurabilidad” que señala una búsqueda de caminos alternos para imaginar un conocimiento capaz de emanciparse de las formas habituales para valorar el mundo. Más allá de una economía circunscrita a operaciones verificables, existe otra abocada a las sensaciones apta para arrebatar la estafeta de un “productivismo” del sentido. Ella es posible mediante la liberación del tiempo, de su compartimentación calculada por la regulación tecnocrática. Y, para reapropiarnos de la inteligencia general colectiva (general intellect) inscrita en las operaciones de la convencionalidad distribuida en los deseos de lo masivo, se requiere de una fuerza autónoma de pensamiento en aras de lo que, por ejemplo, Floriberto Díaz —perteneciente al pueblo mixe—, y Jaime Martínez Luna —integrante del pueblo zapoteco— han llamado la comunalidad, que no puede definirse como un sistema para la comprensión individualizada del mundo, sino solamente para lo colectivo y en donde no es posible pensar un yo sin un nosotros.  Partiendo de esto, ¿quiénes son los que, finalmente, programan la maquinaria que hoy domina nuestros deseos? El llamado cognitariado, superpuesto al proletariado en sus funciones capitales para que las operaciones económicas tengan lugar. Su emancipación es crucial para ello. Pero no basta con irrumpir en los significados creados por ellos, antes que atacar al significante mismo.

[…] tanto en la “obra de arte” como en algo que no lleve tal significado, siempre es el otro quien importa. Un otro en nosotros, capaz de desfetichizarse mediante la alteridad de la idea y, en ese sentido, de su ruptura potenciada por nuevos intérpretes que transfiguren su función.

♥ → Y acá la intención de #showblitzkrieg para volverlo a poner sobre la hoja: el punto crítico está en eso que llamamos “arte”. Ese nombre comodín es el espacio principal de subjetivación de la vida, la forma que puja por separarse de su significado, siempre a la caza de otra interpretación. Aquello ¿es indeseable? Para un pensamiento simplista, seguramente: moralizar lo permitido para no cansar la conciencia. Pero, tanto en la “obra de arte” como en algo que no lleve tal significado, siempre es el otro quien importa. Un otro en nosotros, capaz de desfetichizarse mediante la alteridad de la idea y, en ese sentido, de su ruptura potenciada por nuevos intérpretes que transfiguren su función. No una indefinición total, por supuesto, sino una apertura a aquello que no se sabe. Al respecto siempre suelo poner un ejemplo que el historiador Serge Gruzinski brinda en el libro “La guerra de las imágenes” [7] cuando relata la historia en la que algunos indígenas se apoderaron de estandartes cristianos encargados a su cuidado por españoles: […] “Salidos aquellos del adoratorio, tiraron las imágenes al suelo y las cubrieron de tierra y después orinaron encima diciendo: ahora serán buenos y grandes tus frutos” […] Tal profanación fue castigada con la muerte. Sin embargo, el acto había sido reverencial, pues desde su concepción religiosa promovía fertilidad. ¿Objeto o sujeto? El simplismo de los conquistadores les convirtió en idiotas extremistas. Por ello, habrá que preguntarse si tales conductas solo serán atribuibles a las derechas contemporáneas, o en general a una intolerancia de distintos cuños ideológicos que, adscrita a una masividad del pensamiento, convierten a muchos en moralistas deseosos de que la diferencia inscrita en la colectividad se diluya. Luego, de ello puede desprenderse otra pregunta: ¿no será posible que, justamente, sean ellos los que impiden que un gran movimiento de izquierdas crezca y se fortalezca?

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Notas y referencias

[*] La palabra simpel, en alemán, se usa para nombrar a alguien bobo, tonto, zolocho.

[1] Canetti, Elias. Masa y poder. Madrid: Machark Editores/Alianza Editorial, 1981.

[2] Hardt, Michael y Antonio Negri. Imperio. Bogotá: Ediciones Desde Abajo, 2001.

[3] Berardi, Franco «Bifo». La segunda venida. Neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis. Buenos Aires: Caja Negra Editora, 2021.

[4] La frase de Marx es una continuación a la idea de Hegel sobre cómo la historia tiende a repetirse y los grandes hechos y personajes aparecen en ella dos veces. En Marx, Karl. El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Madrid: Fundación Federico Engels, 2003, p. 10.

[5] Günther, Anders, Nosotros los hijos de Eichmann: Carta abierta a Klaus Eichmann. Barcelona; México; Editorial Paidós, Año 2001.

[6] Berardi, Franco «Bifo». Futurabilidad. La era de la impotencia y el horizonte de la posibilidad. Buenos Aires: Caja Negra Editora, 2018.

[7] Gruzinski, Serge. La guerra de las imágenes: De Cristóbal Colón a «Blade Runner» (1492-2019). México: Fondo de Cultura Económica, 1994.