Las cubiertas de palma de los tianguis del Anáhuac o la imagen como sitio desplazado para lo arquitectónico

por | NÚMERO CUATRO

JOAQUÍN DÍEZ-CANEDO NOVELO

I.

Este texto plantea hablar de los techos de palma de los tianguis históricos del Anáhuac; también de la imagen como sitio desplazado para la arquitectura. Explicaremos por qué la idea de una arquitectura desplazada por la imagen sostiene un punto por demás interesante que será ilustrado por el techo de palma, al que llegaremos luego. En general, las imágenes en la arquitectura se piensan como algo ajeno a los proyectos materiales, pesados y presentes que son los edificios en sitio. De ahí que, en principio, pareciera que la imagen es un problema que tiene poco que ver con lo arquitectónico, que apunta a atender primero las condiciones del terreno, las necesidades programáticas de la o el cliente, o la realización técnica de los objetos o paisajes que produce. En esa concepción desde el proyecto arquitectónico, que se supone espacial y pesado, la imagen es o un boceto que se realiza previo al diseño de la obra o un documento constructivo que se produce para alguien más. También pueden servir como documentación del proyecto una vez concluido; apoyos visuales para lo edificado.

Pero sucede que cuando las arquitecturas históricas desaparecen, cuando se pierden del lugar que ocupaban en la ciudad, en general el único registro que queda de ellas se encuentra precisamente en las imágenes. Es decir que la imagen es mejor sitio de conservación para la arquitectura que la arquitectura misma. Es preciso pensar las profundas repercusiones de este problema. En su fantástico Privacidad y publicidad. La arquitectura moderna como medio de comunicación masiva, la investigadora española Beatriz Colomina plantea que los nuevos medios técnicos de producción, reproducción y circulación de las imágenes, como la fotografía, las exposiciones o las publicaciones impresas, implicarán un desplazamiento del sitio en el que se produce la imagen de la arquitectura. Con este movimiento, ésta dejará de estar ubicada exclusivamente en su lugar  de origen —es decir, en el espacio de la urbe para la que fue proyectada; o su presencia aurática en el espacio del aquí y el ahora de la ciudad, siguiendo a Walter Benjamin— para pasar a ocupar los cada vez más inmateriales circuitos del espacio multimedia posmoderno.

En una lectura muy apegada al teórico de la modernidad alemán, la postura de Colomina es que la ubicuidad de la presencia de la imagen en la era moderna (posibilitada por los medios de su reproducción técnica) implicó una reconfiguración del espacio de lo público. En la medida en que los medios audiovisuales permitían la reproducción de imágenes en el espacio privado y doméstico, éste se encontraba cada vez más conectado con un exterior multimedia: un espacio público ya-no-físico, sino mediado por imágenes y aparatos tecnológicos —y dominado por los corporativos de comunicaciones— que negaba enteramente a lo urbano. Esto quiere decir que, para Colomina, la ubicuidad de la imagen desplazada en la difusión de la arquitectura obligará a pensar a la disciplina no sólo a través de los edificios mismos en su lugar, sino también a partir de una pregunta por los medios en los que más comúnmente nos encontramos con ellos, como los dibujos, las fotografías, los textos, los filmes y los anuncios publicitarios transmitidos por estas grandes empresas.

Por otro lado, aunque el trabajo de Colomina dé muchísimo que pensar sobre las condiciones actuales e históricas de la producción de imágenes arquitectónicas, tanto ella como Benjamin coinciden en que este desplazamiento implica una suerte de pérdida de una presencia originaria que denominan aura, una desmaterialización de lo originario y situado de los objetos dada su posibilidad de ser reproducidos en masa. En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin anota que la posibilidad de multiplicar la presencia de los objetos-en-el-espacio a partir de su producción y reproducción con medios técnicos modificaba radicalmente la relación primigenia que existía entre los objetos y su entorno cuando el mundo era manufacturado artesanalmente. Esta pérdida de aura de lo técnico, derivado de la industrialización de sus procesos de fabricación hacia mediados del siglo XIX —no es coincidencia que Marx escriba entonces—, en lo arquitectónico significa que ya no son las manos del gremio de pedreros las que producen el objeto-en-sitio, sino una lógica industrializada y en tránsito. Para Benjamin, esto presupone un cambio en la naturaleza del objeto-técnico-en-el-espacio.
Aunque ni Colomina ni Benjamin lo ven como algo necesariamente malo, sino como un efecto mismo de la modernización que debe ser problematizado, es preciso notar el parágrafo 6 de La obra de arte…, en donde Benjamin denota fuertes dejos melancólicos. En él, el filósofo alemán admite que, en su forma naturalista y momentánea de representar al mundo, la imagen fotográfica es capaz de preservar la gestualidad viva de un rostro humano; de ver que éste es, en efecto, demasiado humano. Una vez muertas, dice Benjamin, la imagen nos permite recordar las caras que añoramos. Así, aunque es cierto que la fotografía moderna desplaza a las obras de arquitectura de su presencia en sitio para colocarlas en los espacios multimediáticos de la contemporaneidad, no podemos negar que, en la medida en que capturan un momento pasado del ser, las imágenes permiten observar a estas obras y sus entornos en otros tiempos, en otros espacios.

II.

Ahora sí vamos a pasar al objeto que nos convoca: la cubierta de palma. La anécdota es esta: desde que tengo memoria, los tianguis en esta ciudad han tenido lonas de colores para protegerse de los rayos del sol. Muchos kilómetros de calles de esta metrópoli están cubiertos, algunos días sí y otros no, por estos instrumentos efímeros, que permiten un comercio móvil de gastronomía, víveres y utensilios cotidianos que, a decir de Hernán Cortés,¹ es cuando menos centenario por estos lares. Si el plástico de las lonas es un material moderno, industrializado, cabe la pregunta de cómo se cubrían los tianguis en aquel pasado artesanal y aurático. Recientemente he encontrado muchas imágenes que contienen este curioso objeto, compuesto de un soporte de tres palos rectos amarrados con mecate que sostienen un marco de madera en el que se extiende un petate. Gran sombra. La profusión pictórica de este sencillo pero efectivo aparato, que ya no existe en la cuenca del Anáhuac, permite ilustrar el argumento expuesto anteriormente de una manera por demás bella.

Que la ciudad de México ha sido siempre un gran centro comercial lo muestra el mapa de Uppsala, realizado hacia 1550 por algún tlacuilo en Tlatelolco (fig. 1). En él, se mira a una ciudad de México en su proceso de transitar de ser el huey altépetl de los mexicas a ser la capital virreinal más populosa y cosmopolita de la América del norte. La gran profusión de caminos, canales, canoas y comerciantes que muestra el mapa son prueba de que esta urbe fue siempre el centro de una gran red de infraestructura mitad acuática y mitad terrestre que dinamizaba el tránsito comercial de la cuenca y los lagos del Anáhuac, una suerte de protometrópoli compuesta de pueblos y caminos, canales y comercio. Los españoles toman esa red, pero esto para nada significa que desaparezca; al contrario, ella es su retícula posibilitante. Qué más prueba de esto que su latencia en las toponimias y avenidas de la ciudad actual, como Tláhuac, Xochimilco, Iztacalco, el Canal de la Viga o la Avenida Canal de Tezontle.

(Fig. 1) Uppsala, Library of Congress, 1550, intervenido por el autor del presente texto, 2025.

Que la Plaza Mayor estuvo también dedicada al comercio lo muestra una imagen de 1596 que se resguarda en el Archivo General de Indias, en Sevilla, y en la que se ve el centro mercantil de esa gran metrópoli rural que era la ciudad de México de entonces (fig. 2). Rodeada ya de hermosos edificios a la manera renacentista —a la fecha de aquella imagen habían pasado setenta y cinco años desde la caída de México Tenochtitlán— se mira también un canal que cruza por el lado sur de la plaza, así como unos cuadrados en medio de ella. El plano ilustra un pleito por las casillas de la plaza, que son evidentemente puestos de comercio. Es de notar que, en el canal, la Acequia Real que conducía hacia la periferia agrícola y lacustre, hay unos barquitos muy curiosos con unas cruces, además de que está escrita la leyenda «acequia de el agua [sic] por donde entra el bastimento». ¿Son las cruces velas de las trajineras, o más bien son prueba temprana de la techumbre de palma?

(Fig. 2) Plaza Mayor (detalle), 1596, Archivo General de Indias, Sevilla.

Demos un salto cronológico. Hay dos imágenes del siglo XVIII que muestran la presencia de este curioso aparato. Ambas son vistas de las plazas comerciales de la ciudad de México en tiempos del Virreinato, las plazas Mayor y del Volador. La primera es el fantástico plano al óleo del maestro Pedro de Arrieta, de 1737, que se encuentra expuesto en el Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec (fig. 3).

(Fig. 3) Pedro de Arrieta, Vista de la ciudad de México (detalle), 1737, Museo Nacional de Historia

En ella se miran los techitos en la plaza del Volador entre escenas de la vida cotidiana. La segunda vista es obra del pintor José Patricio Morelete y se encuentra en una colección privada. Muestra una vista hacia el sur desde el Palacio hacia la Plaza del Volador y está firmada en 1769 (fig. 4). En ella es posible mirar los techos de palma, tanto sobre las trajineras que llevan flores y que están amarradas a la acequia, como sobre la plaza, a un costado de puestecillos de madera mejor arreglados.

(Fig. 4) José Patricio Morelete, Vista de la Plaza del Volador, 1769, colección particular, La Valeta.

Es de notar cómo, al menos ciento setenta y tres años después de la imagen anterior, es decir, doscientos cuarenta y siete años luego de la caída de los mexicas, por la acequia del sur siguen entrando los bastimentos, aunque la imagen de la ciudad sea por ahora contrarreformista y barroca, de piedra bien labrada. (En ese sentido, es interesante mencionar cómo la Academia de Arquitectura siempre ha estado en contra del comercio tianguista, que en el fondo considera antiurbano. Tatarabuela, entre otras, de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la Real Academia de San Carlos se funda bajo ideas ilustradas en 1781. Sus primeros proyectos reclaman el espacio urbano de la Plaza Mayor para el orden civil, de manera que se expulsa al comercio hacia la Plaza del Volador y se modifica la naturaleza mercantil de este espacio centenario en favor del embellecimiento liberal de la ciudad). (Fig. 5)

(Fig. 5) Rafael Jimeno y Planes, Vista de la Plaza Mayor, 1797, John Carpenter Library, Brown University.

Pero tal como la necesidad de cubrirse de los rayos del sol, el comercio persiste. Dos litografías de Casimiro Castro de mediados del siglo XIX, que aparecen en un álbum llamado México y sus alrededores, lo muestran con claridad. En la primera de ellas se observa el mercado de San Juan, antiguo sitio del Tecpan de Moyotlán (fig. 6). Que ahí haya un tianguis quiere decir que la plaza mantiene su uso comercial desde hace siglos.

(Fig. 6) Casimiro Castro, El mercado de Iturbide [San Juan], en México y sus alrededores, 1869, New York Public Library.

La segunda es una escena citadina de la ciudad de entonces (fig. 7). Como en las imágenes anteriores, estas obras no se tratan del objeto; no son ni una descripción técnica, ni lo muestran como proyecto. En ellas, éste sucede como parte del paisaje urbano cotidiano, mobiliario que acompaña una escena más de la ciudad de entonces.

(Fig. 7) Casimiro Castro, Trajes mexicanos, en México y sus alrededores, 1869, New York Public Library.

La más reciente aparición de este instrumento del que tengo noticia está en la película Los olvidados, de Luis Buñuel (fig. 8). Recordaba bien la escena del tianguis en el que abandonan al niño y por primera vez vemos al personaje del ciego. Volví a ella con curiosidad de saber si ahí encontraría a la sombra, y grata fue la sorpresa de hallarla una vez más, aunque ya más tecnificada. Como es posible ver, el gozne entre los palitos de soporte y el aparato de sombra se ven mejor resueltos que en el siglo XIX, mientras que la palma de fibra vegetal ha dado paso a lo que parece una lona, quizás de tela, quizás ya de un protoplástico (ya es 1950).

(Fig. 8) Fotograma de Los olvidados, dir. Luis Buñuel (1950), YouTube.

La presencia de este objeto en las imágenes históricas es tan ubicua a través de los siglos que obliga a preguntarnos si no estamos equivocados al suponer que los tianguis mexicas estaban totalmente expuestos a las inclemencias del sol. En dos de sus representaciones más emblemáticas; la maqueta del Mercado de Tlatelolco en el Museo Nacional de Antropología, de 1964 (fig. 9), y los murales de Diego Rivera en el Palacio Nacional, de 1939, (fig. 10) las interpretaciones de las actividades comerciales mesoamericanas son fantásticas y muy apegadas a las fuentes textuales y gráficas, pero ¿a poco no se antoja un techito de palma al rayo de ese sol chilango?

(Fig. 9) Maqueta del mercado de Tlatelolco en el Museo Nacional de Antropología. Foto de Gary Lee Todd, Wikipedia, Creative Commons, 2012.

(Fig. 10) Mural La gran Tenochtitlán vista desde el Mercado de Tlatelolco, Diego Rivera, 1945, Palacio Nacional.
Foto de El Comandante, Wikipedia Creative Commons, 2013.

III.

Para cerrar, vuelvo a Benjamin y La obra de arte… En ella, el alemán también anota que «dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican, junto con toda la existencia de las colectividades humanas, el modo y manera de su percepción sensorial». Y continúa «dichos modo y manera en que esa percepción se organiza, el medio en el que acontecen, están condicionados natural e históricamente». Yo agregaría todavía un tercero: también a partir de la técnica. Tan genial como sencilla, y otra vez, asumiendo una diferencia fundamental, aurática, entre los procesos de producción artesanales y las capacidades masivas de la industria, cabe preguntarse por los años en que mudó la cubierta de palma del Anáhuac al techo de plástico rosa, azul o amarillo que vemos hoy día en los tianguis chilangos. Eso es cuestión de otro texto. Pero por lo pronto, cabe señalar que esto demuestra muchas cosas que hemos estado pensando:

1. Que la fotografía en efecto excede y con ello desplaza al sitio de producción de la arquitectura, al colocarlo en circuitos de circulación mediática que rebasan por mucho su presencia física en el lugar en el que se desplanta. (Prueba de ello es que todas estas imágenes fueron descargadas de internet.)

2. Que otra manera de observar este problema permite plantearlo como uno en el que, en la imagen, la relación entre arquitectura y sitio queda mejor protegida de las contingencias del espacio urbano, mucho más expuesto a las exigencias cambiantes de la modernización industrializada. (A ninguna de estas imágenes se le acusaría de estar en contra de su propio progreso, pretexto generalmente esgrimido por las huestes tecnófilas.)

Y 3., que, a fin de cuentas, la naturaleza de los objetos, y más aún, de la composición entera de los paisajes urbanos históricos, goza de un componente técnico que es preciso incorporar a las preguntas sobre la historia de la cultura que nos rodea. Esto se debe a que, en un mundo siempre cambiante, los medios de producción de los objetos nos revelan pistas importantes sobre la naturaleza técnica y formal de los paisajes y las economías políticas en las que se encontraron insertos.

Esperamos que este texto haya sido prueba de ello.

¹A lo largo de los primeros años de la llegada de las huestes castellanas a los territorios de lo que hoy llamamos México, su primer capitán, Hernán Cortés (1485-1547), escribe una serie de cinco cartas al Rey Carlos V en las que relata los sucesos. Se les conoce como Cartas de relación. Aunque son un relato muy parcial y que busca justificar y glorificar a toda costa su actuar durante las distintas campañas, las cartas ofrecen valiosos vistazos a los modos de vida de la gente del Anáhuac, como su famosa descripción del mercado de Tlatelolco, cuya representación plástica se encuentra prolíficamente manufacturada en la parte posterior de la sala mexica del Museo Nacional de Antropología.