EL DISCURSO DE LOS MUSEOS NACIONALES: ¿LA IDENTIDAD SE IMPONE O SE CONSTRUYE?

por | NÚMERO CUATRO

El monolito mexica permaneció a un costado de la torre poniente de la Catedral Metropolitana de 1791 a 1885.

“Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga”

Elena Garro, Los recuerdos del porvenir

Filogonio Naxin, Simikién iena [Fiesta de muertos], tintes naturales, 2023

¿Qué es un museo? ¿Cuál es su función?

Más allá de formalismos que dividen los museos en tecnológicos, de arte, de historia, de objeto, interactivos o bajo cualquier otro criterio taxonómico, los museos son, sobre todo, discursos. Son lo que plantean y de esto nos apropiamos como individuos o como sociedad.

En este sentido, si Marx tenía razón, los museos forman parte del aparataje supraestructural con el que un orden social, establecido o emergente, se justifica ideológicamente a sí mismo.

Lo anterior es cierto, ya sea si hablemos de macromuseos como el Louvre o el Hermitage, creados a partir de las colecciones que las rancias noblezas de Francia y Rusia dejaron tras de sí, y que han sido acrecentadas, sobre todo las del primero, a partir del expolio imperialista que las potencias europeas hicieron en los territorios colonizados (aunque de esto el Museo Británico es el mayor exponente).

Así, también es cierto cuando hablamos de, y sobre todo si hablamos de, los museos nacionales de México.

El discurso nacional-vasconcelista

El embrión de lo que sería el primer Museo Nacional se encuentra aún en tiempos del virreinato y tiene más que ver con una serie de descubrimientos accidentales y decisiones obligadas por las circunstancias, que con la intención explícita de crear un espacio museográfico con un discurso específico.

Durante los últimos tiempos de la Colonia y los regímenes postindependentistas del siglo xix, el convulso ambiente político y los constantes conflictos armados marcaron el destino de las colecciones, con el uso como blanco de tiro que las tropas estadounidenses dieron a la Piedra del Sol (ubicada entonces a los pies del campanario de la Catedral Metropolitana) durante la intervención sucedida entre 1846 y 1848, y el saqueo “hormiga” de vestigios históricos que Maximiliano y su camarilla practicaron durante el gobierno del austriaco (1864-1867), como ejemplos extremos de esto.

Imagen destacada de "El discurso de los museos nacionales"

El monolito mexica
permaneció a un costado
de la torre poniente de la
Catedral Metropolitana
de 1791 a 1885.

Es hasta el periodo conocido como República Restaurada que el Museo Nacional toma forma y sentido claros, con la intención de reivindicar un no demasiado preciso «pasado glorioso» indígena y una linealidad histórica ininterrumpida desde la Colonia, pasando por la Independencia y llegando al Porfiriato, presentado este último como el único heredero real y lógico de toda esta grandeza pasada y las «heroicas gestas» que dieron forma al México de ese entonces.

Es decir, más que la mera exhibición y resguardo de los vestigios arqueológicos e históricos, el museo del palacete de Moneda contaba una historia, sí, pero sobre todo escogía qué partes de esa historia contar. La llegada de la Revolución y los regímenes de ésta emanados lejos de cambiar este reduccionista discurso, lo acrecentaron y subrayaron, sobre todo a partir de la adopción del canon vasconcelista a partir del inicio de los años veinte del siglo pasado.

La Revolución no cambió el discurso del Museo Nacional, sólo la identidad de quienes lo emitían y la naturaleza del régimen que justificaba.

De corte protofascista, el vansconcelismo pretendía crear una única versión de la historia e identidad mexicanas. Una nación de «raíces indígenas» (sólo algunas y cuidadosamente seleccionadas) y europeas (la mayoría) que se encaminaba a la modernidad homogénea de «la raza cósmica», en la cual el abanico multiétnico era reducido a meras expresiones de exotismo regional, y las lenguas indígenas sólo «dialectos» destinados al olvido.

A través de ese discurso se negaba, además, la existencia y las contribuciones que trajeron consigo las personas que llegaron esclavizadas desde África y las de otras comunidades migrantes llegadas de Asia y el Medio Oriente, como la china y la libanesa, entre otras.

Filogonio Naxín, Sin título, libreta de apuntes.

Con variaciones mínimas, esta es la narrativa que se mantiene cuando la colección del Museo Nacional se divide entre los acervos «de Historia» (a partir de la Conquista) y «de Antropología y Etnografía» (vestigios arqueológicos y creaciones de los pueblos indígenas). La primera se destinó al Castillo de Chapultepec durante el Cardenismo. La continuación de dicha narrativa se dio con la posterior creación de los museos nacionales del Virreinato (1964) y de las Intervenciones (1981) y, principalmente, con la mudanza de las colecciones antropológica y etnográfica al recinto creado por Pedro Ramírez Vázquez en Chapultepec (también en 1964).

El discurso vasconcelista se presenta en el nuevo espacio museográfico no sólo en la columna del «Paraguas» del patio central del edificio, creada por los hermanos Chávez Morado sobre un guion y conceptos de Jaime Torres Bodet, sino también en el acomodo y la museografía de las salas de exhibición.

Boceto del Museo Nacional de Antropología hecho por el
arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, Ciudad de México.

Las salas de arqueología se fundamentan en el concepto de Mesoamérica y, de hecho, abren con una sala específicamente dedicada a «explicar» y fijar este concepto, según el cual las culturas y civilizaciones precolombinas podían explicarse desde reducciones teóricas «comunes» a todas ellas.

Las lagunas y los conflictos propios de este concepto son tales que han producido un debate bastante acalorado ya desde las décadas de 1960 y 1970, del que se ha ocupado tal cantidad de publicaciones que sería imposible siquiera empezar a esbozarlas en estos párrafos.

Por su parte, las salas de etnografía del piso superior se crean «para resguardar y dar testimonio de las creaciones materiales de los pueblos indios EN CAMINO A DESAPARECER», según se registra en el proyecto original de la creación del museo.

Esto es: las comunidades indígenas no eran vistas como sociedades vivas, cambiantes y dinámicas, sino como remanentes de un pasado idólatra y barbárico. Sus manifestaciones culturales son, entonces, sólo exotismos que vender a los turistas, mientras las personas que las crean abandonan progresivamente sus costumbres y «dialectos» para ser absorbidas por la homogeneidad de la modernidad.

En esta lógica, la «identidad» nacional e indígena que presentaban las colecciones del Museo Nacional de Antropología eran constructos artificiales creados en los salones del poder por una academia blanca, pensados para dar una explicación ad hoc que justificara el orden social imperante y que sólo tocaban tangencialmente las complejidades del pasado precolombino y las dinámicas de las comunidades indígenas reales.

Pero, si Marx tenía razón, todo orden social establecido conlleva, per se, sus propias contradicciones, y es en estas contradicciones en las cuales se gestan y desarrollan Boceto del Museo Nacional de Antropología hecho por el sus contrapartes.

Filogonio Naxín, Ñujún Naxinguijña [Cuatro venado],
tintes naturales, 2022.

Los contradiscursos

 Lejos de «desaparecer», las comunidades indígenas protagonizaron durante las décadas de 1960 y 1970 múltiples movimientos sociales que reivindicaron sus derechos sobre sus territorios y destinos; ejemplos de ello fueron los levantamientos magisteriales-guerrilleros de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez.

Incluso el exotismo para turistas al que el discurso oficial relegaba las creaciones y manifestaciones culturales de estas comunidades permitió en cierta medida el mantenimiento arraigo de un sentimiento de identidad y pertenencia entre las personas de las comunidades, lo que favoreció la reivindicación de sus derechos culturales, entre estos, el derecho a hablar y ser educadas en sus propias lenguas.

Entre 1963 y 1993 (y no con pocas resistencias desde el oficialismo y la academia blanca), múltiples proyectos de educación en lenguas indígenas fueron impulsados y abrazados por las comunidades, sin embargo, estos proyectos siempre fueron limitados por la corrupción imperante en todos los aparatajes estatales de los regímenes del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y por el racismo imperante entre las autoridades educativas encargadas de su implementación.

Filogonio Naxín, Xa [Vasija tigre], tintes naturales, 2022.

En 1994 el levantamiento zapatista en Chiapas lleva el tema indígena al centro de la agenda nacional, y obliga a modificar, con su presencia y reivindicaciones, muchas dinámicas sociales, e incluso los propios discursos de las instituciones oficiales.

Tal vez el primer signo de este cambio en el Museo Nacional de Antropología fue la aparición, discreta, de muñecas de trapo con el rostro cubierto por un pasamontañas en una pequeña vitrina de la sala «Mayas de la montaña» en la sección de etnografía.

Ya en el año 2000 se da una gran reestructuración del contenido del museo. Se elimina la sala de «Mesoamérica » y con ello se aleja (si bien no completamente) el discurso museográfico de este concepto, y se hace hincapié ya no tanto en los reduccionismos «unificadores» entre todas las culturas y civilizaciones precolombinas, sino en las dinámicas propias de cada grupo y región geográfica.

Porque, si Marx tenía razón, las condiciones materiales marcan los desarrollos de las sociedades; es absurdamente simplista pretender homologar los desarrollos de las civilizaciones precolombinas en regiones tan diversas y con recursos naturales tan distintos como, por ejemplo, las costas del Golfo de México y las regiones semiáridas o completamente desérticas del norte y occidente.

Sin embargo, este cambio discursivo no fue tan notorio en la sección de etnografía, en donde las colecciones exhibidas permanecieron prácticamente sin cambios y se mantuvo la omisión sobre la historia y las dinámicas de muchas colectividades, como las afromexicanas, incluso en las salas dedicadas a las regiones en cuya presencia cotidiana era más que notoria, como las de las costas del Golfo de México o la región de la Costa Chica comprendida entre Guerrero y Oaxaca.

Lo que sí hay es una modificación en los cedularios de estas salas, en los que, por ejemplo, se empieza a imponer el uso de los etnónimos de autoidentificación en su idioma original, por sobre los nahualismos y las castellanizaciones imperantes hasta ese entonces (un ejemplo está en la preferencia de wixarica en lugar del peyorativo huichol).

Filogonio Naxín, Nisié [Árbol de la vida], tintes naturales, 2022.Nisié

Poco a poco, conforme los movimientos indígenas de diversas naturalezas (no sólo el zapatismo, pero en buena medida gracias a éste) iban conquistando espacios en la agenda pública y el debate político del país, aunado a la consolidación de generaciones de académicas y académicos indígenas que se instalaban en la academia especializada (quienes incluso llegaron a hacerse cargo de la curaduría de varias de las salas de etnografía del museo), los cambios del cedulario se tradujeron en cambios en las exposiciones y el sentido que a éstas se les daba.

Hasta que, entre 2024 y 2025 (si bien los trabajos iniciaron en 2020, pero se vieron retrasados por la pandemia) se concluyó una remodelación completa de las salas de etnografía, fruto no sólo de un debate académico, sino de un proceso amplio de consulta y diálogo con representantes de diversos movimientos y comunidades indígenas y afromexicanas.

El renovado discurso museográfico ya no se centra en presentar las manifestaciones y creaciones culturales de cada pueblo como objetos en una vitrina, inmutables al paso del tiempo y los cambios sociales, sino en mostrarlas como procesos dinámicos de pueblos y culturas vivas que cambian, conforme se transforman las sociedades que las practican y crean.

No se habla ya de una identidad que tiende a la homogenización, sino de identidades diversas que se nutren de los contactos entre sí para mantenerse coherentes y diversas.

Filogonio Naxín, Sin título, libreta de apuntes.

Si Marx tenía razón, así también se construyen las identidades y los discursos que las reflejan; cuando a un aparataje supraestructural establecido se le oponen narrativas emergentes y éstas logran imponer aspectos de la realidad hasta entonces inadvertidamente omitidos o intencionalmente borrados. Obviamente ninguno de estos cambios es, de suyo, suficiente y concluido.

Si Marx tenía razón, en una sociedad dinámica los discursos de los museos deberán seguir cambiando conforme se transforma la sociedad en la que se inscriben.