Hace más de diez años, cuando nació Matías, mi primer nieto, pensé que no es común que las nuevas generaciones se interesen en conocer la historia de vida de sus antepasados. En mi caso, no conocí a mis abuelos paternos. Aunque mi padre me hablaba de ellos, no logré sentir un vínculo directo, ese eslabón necesario para comprender que, apenas un siglo atrás, hubo quienes incidieron mucho en lo que hoy vivimos.

Por esto, decidí escribir un texto semanal sobre algunas de las experiencias en las que he tenido la fortuna de participar, gracias a mi trabajo como químico, profesor, documentalista, y en la misión de difundir y divulgar la ciencia y la cultura. En mis andanzas por el mundo y en los muchos encuentros afortunados que he tenido con personas y proyectos entrañables, hay gran cantidad de hechos, anécdotas e historias que considero que vale la pena recordar. Así fue como me propuse escribir para Adrián y Matías, mis dos nietos, esta serie de relatos que llamo Los buenos días.

El nombre viene, en parte, de un querido amigo que diariamente, desde hace mucho tiempo, me saluda con alguna obra de arte, acompañada por un simple «buenos días». Como para mí es una agradable manera de iniciar la jornada, pensé en replicar la idea, una vez por semana. Con el tiempo, también comencé a compartir mis textos con mis queridos amigos y colegas.

Cuando llegó la pandemia provocada por Covid-19, encerrados todos por la instrucción «Quédate en casa», comencé a enviar, adicionalmente, una fotografía diaria. Las primeras imágenes las capturé desde la ventana de mi baño, donde descubrí que cada amanecer es tan magnífico como único… El cielo cambiaba siempre: nubes, rayos, luces, lluvia, mil colores y formas se nos presentaban de manera especial. A partir de entonces, a las 18 horas, envío lo que me encuentro por ahí, ya sea en mis viajes, caminatas, o durante cualquier encuentro con lo cotidiano.

 

Quizá este espacio de Los buenos días es una forma sencilla de ir a contracorriente de lo que a menudo recibimos en las redes; en lugar de fotos del desayuno, noticias trágicas o datos sobre el clima, intento ofrecer, además del texto semanal, una imagen cercana, que a estas alturas, ya suman más de dos mil.

En fin, con la intención final de compartir un poco de memoria, una historia cada lunes, una imagen cada día, con afecto… eso son Los buenos días. A continuación presento un ejemplo de estos mensajes, el correspondiente al día 23 de junio de 2025, escrito y enviado desde mi hogar en la alcaldía de Tlalpan.

Buenos días, de parte de:
Ifigenia Martínez Hernández

Hace cien años con cinco días nació una mujer luminosa, lúcida y comprometida. Murió en diciembre del año pasado justo a unos días de entregarle la banda presidencial a Claudia Sheinbaum.

La gran protagonista de esta historia de dignidad, conciencia viva y compromiso con México fue Ifigenia Martínez Hernández, economista, política, profesora, diplomática, legisladora, editorialista, rebelde feminista y creadora de caminos para promover la democracia.

Al recordar a Ifigenia resulta fácil anotar la cantidad de referencias que existen sobre las circunstancias clave del país en las que participó, durante momentos cruciales. A mediados del siglo pasado, incidió en la Cepal; fue la primera directora de la Facultad de Economía de la UNAM; colaboró con el escritor Jaime Torres Bodet en aspectos clave para la educación pública y ocupó cargos diplomáticos en las Naciones Unidas. Más tarde, como legisladora en las filas del PRI, tuvo el valor de romper con ese aparato para convertirse en la cofundadora del PRD, proyecto que, como es sabido, sería la base del movimiento de Andrés Manuel López Obrador. Su misión no se concretó sólo en aceptar cargos, sino también en la búsqueda de maneras para enfrentar los problemas que surgían en donde trabajaba.

La conocí hace ya mucho, cuando al ser estudiante de química no me era difícil coincidir con ella en los espacios comunes de la UNAM. En aquel entorno universitario, con frecuencia, Ifigenia aparecía junto a otros luchadores sociales, hablando en actos públicos, culturales, educativos o promoviendo debates de política o economía… en aquellos eventos expresaba sus ideas con claridad y respeto.

En La Habana

Pasó mucho tiempo para encontrarme de nuevo con ella. Durante un viaje que hicimos a La Habana, en julio del año 2016, tuve la oportunidad de establecer una cercanía entrañable. Éramos unos treinta los que tuvimos que esperar varias horas para subir a un averiado avión de Cubana, y durante aquella larga espera iniciamos nuestras amenas pláticas que duraron toda la semana.

El grupo de viaje presentaría un libro necesario: Fidel en el imaginario mexicano, un trabajo editorial coordinado por mi querido amigo Jaime Bali y producido por el Senado de la República. Era un homenaje pensado para conmemorar los noventa años de vida del comandante Fidel Castro Ruz. Las fotografías y los treinta testimonios que componen el trabajo fueron resultado de una recopilación de los ámbitos político, cultural, académico y artístico; los que fuimos invitados a participar en el proyecto dejamos plasmada nuestra visión de amistad y reconocimiento al comandante y a su pueblo, idea implícita en el título que sugirió Jaime. Entre otros, ahí se puede leer a Elenita Poniatowska, Alejandro Encinas, Enrique Semo, Virgilio Caballero, Fernando Valadez, María Rojo, Antonio del Conde (El Cuate), así como a Ifigenia. Pienso que en el trabajo quedó claro lo mucho que impactó la imagen de Fidel en nuestro país, a lo largo de tantos años. El libro, con las estupendas fotografías de Roberto Chile, fue presentado en el Memorial José Martí por la periodista cubana Katiuska Blanco y el poeta Miguel Barnet, y sobra decir que el acto fue muy emotivo.

Jaime Bali, mexicano con alma cubana, expresó la razón de su nombre: «Se llama así porque con tal planteamiento editorial apareció un caleidoscopio de afectos, críticas, anécdotas y recuerdos. Este no es un libro que pudiera curar un diseñador cualquiera, lo hicimos quienes en verdad sabíamos del tema». La publicación remite al vínculo profundo que desde el inicio de la Revolución se estableció entre México y Cuba.

En general, queda claro que, pese a los cambios y las difíciles circunstancias que desde entonces han sucedido, la actitud solidaria de nuestro país nunca se quebró y los fuertes nexos con la isla siguen intactos. Este ejercicio es, en cierto sentido, una forma de regresar a Fidel y a su pueblo una voz coral de agradecimiento, diálogo y memoria.

 

Con El Choco en el Floridita

Con más de noventa años a cuestas, fue magnífica la presencia de Ifigenia en ese viaje. Aquella semana nunca dejó de llenar el ambiente con sus relatos plagados de emotividad. Una noche, para seguir la vieja tradición de Hemingway, nos quedamos de ver en el Floridita, ese antiguo lugar de leyenda en La Habana, donde se recuerda el cliché de tomar ahí el daiquirí, para seguir por el mojito en la Bodeguita del medio.

Pasaban las horas y cualquier tema era un buen pretexto para alargar la plática con Ifigenia. De pronto, llegó el extraordinario artista cubano Eduardo Roca Salazar, a quien llaman El Choco, una importante figura de la plástica contemporánea en la isla. Después de un buen rato, la conversación dio un giro y sólo se habló del arte caribeño. Siempre sorprendía el humor de Ifigenia junto a su capacidad de análisis; su manera de abordar los temas era interesante, pues, al surgir alguna diferencia, con rapidez tendía puentes. Y así, mientras aparecían las confidencias, en medio de las guantanameras, interpretadas con calidad y volumen, terminamos la última ronda.

El Choco dijo: «A mí la Revolución me rescató, me dio la oportunidad de aprender a trabajar con libertad creativa». Horas después, ya entrados en más rones, nos llevó a su taller, un amplio y ventilado bodegón situado cerca del puerto, con techos altos que atenuaban un poco el calor. El espacio estaba plagado de coloridas esculturas, múltiples cuadros y sus famosos experimentos gráficos, todo lleno de texturas vivas.

Inevitablemente, me puse a tomar fotografías. De aquel día es la imagen que aquí comparto con ustedes. Ifigenia, siempre emocionada por el arte, se llevó un par de cuadros, yo sólo guardé en mi mente las experiencias narradas. Fue una noche de compartir arte y vivencias, pasando por temas de alta política, fundida con las cosas sencillas de la vida, todo muy natural. En ese momento conocimos a la figura pública, y también a una mujer vital que se emocionaba de vivir cada instante, con sentido y profundidad.

 

 

Con El Cuate

Aquel viaje fue un regalo. Era emocionante compartir la presentación con los aportes de tantos amigos protagonistas, personas que quisieron recordar y compartir su punto de vista de esa parte de la historia de América Latina, sólo por el gusto de hacerlo. Durante una de las cenas del viaje, no podía faltar la voz de Antonio del Conde Pontones, a quien cariñosamente los cubanos apodaron El Cuate: «Mira Joaquín, mucho de lo que aquí te cuento, está también en un libro que escribí, cuestión necesaria, para aclarar la cantidad de mentiras que sobre nuestra historia aún se dice».

Mientras entrevistaba al «dueño del Granma», a cada rato intervenía Ifigenia, con lucidez y claridad; su aporte a la crónica de El Cuate dio lugar a un gran complemento. «Cuéntale a Joaquín cómo fue aquella tarde de julio del año 1955, cuando llegó Alejandro a tu armería, ese cubano que más tarde llamarían Fidel».

Hoy, a cien años de su nacimiento, es grato recordar a la mujer que escribía, viajaba, construía, legislaba, preguntaba y pensaba, siempre poniendo en claro lo mucho que amaba a su patria. Ifigenia fue una buena brújula que supo apuntar al lado correcto, el que ella siempre insistió que debía prevalecer.